martes, 10 de febrero de 2009

APUNTES DE MI OTRA VIDA







EN LOS LAGOS DEL NORTE



Pocos días antes de recibirme vi en el anaquel de una de las dos librerías de San José el libro La tribu de los lagos, de Kathleen y Michael O´neal Gear. Son ellos una pareja de antropólogos que ha investigado la prehistoria de las poblaciones Hopewell, nativos que vivieron hace unos dos mil años en las inmediaciones del río Mississippi y, sobre todo, en las cercanías de lo que hoy son los Grandes Lagos. La tapa del libro mostraba una canoa de madera que asomaba su punta hacia el agua mientras del otro lado podía verse una isla con pinos que se alzaban coronando la imagen. El impacto visual me dejó noqueado: yo había estado allí. Si bien no en uno de los Grandes Lagos, sí en el Lake of the Woods, más pequeño pero igualmente inabarcable, y más al norte (lo que es información relevante, ya que las temperaturas a esas latitudes son de frío extremo durante el invierno). Había ido a pasar un verano trabajando en un campamento, Camp Stephens, donde la actividad principal era el canotaje (salíamos en grupos de ocho personas con mapas, brújulas, alimentos, primeros auxilios, etc., durante cinco o seis días, a un lago del tamaño de cualquier departamento del Uruguay y que tenía más de diez mil islas, y quedábamos fuera de contacto con la civilización, salvo en caso de absoluta emergencia), adornado de otras subsidiarias como escalada, rapel, arquería, etc., etc. La imagen de la tapa era la imagen de ese lugar cuando yo ya me estaba por venir, en la estación que ellos llaman con excelente tino “fall”, en la que la naturaleza adquiere de un día para el otro una tonalidad rojiza.
El libro tiene 980 páginas. Se narra allí la historia de Nutria, Cráneo Negro, Perla, Piedra Estrella y Araña Verde en su viaje de peregrinación hasta “Agua que ruge” (las Cataratas del Niágara), su huida de los Khota (nativos también, pero un poco menos razonables) y su encuentro con cierta máscara del “poder”. En fin…, uno espera confiado que los autores, que manejan una sólida base científica según investigué, no le estén vendiendo el obelisco, aunque, si ese fuera el caso, está muy bien vendido, hay que decir.
Supe en cuanto lo vi que tenía que leerlo, pero decidí esperar a terminar mis estudios. Al otro día de mi último examen ya lo tenía en mis manos. No pretendía que me gustara por su valor literario sino por mi propia experiencia previa (imagino que obras tal vez malas tendrán también su público por esta misma razón). Esperaba de alguna manera que el libro me transportara a un mundo de agua, islas, osos y canoas que yo ya conocía y al que aspiro a volver algún día con mi hijo. Y eso se cumplió con creces. Y se cumplió en uno de los momentos más importantes del libro, que paso a referir. Tres de los personajes principales vienen huyendo de los guerreros Khota. La situación se desarrolla en lo que hoy conocemos como el Lago Michigan y para escapar no les queda más remedio que internarse hacia el centro de la vasta superficie de agua, directamente en la tormenta. El relato de esa noche está tan bien logrado que asombra. Una de las cosas más importantes que habíamos aprendido en la “training week” del campamento era que debíamos evitar, a como diera lugar, la situación de vernos rodeados de una tormenta en un “open lake”, es decir, sin islas de referencia a las que acudir de inmediato. Claro que de la teoría a la práctica suele distar mucho y a mí (como a todos los que habíamos salido al lago ese verano) la situación me había sucedido un par de veces en las que habíamos tenido mucha suerte. Y es que el oleaje de un “open lake” es como el oleaje del mar, sin exagerar, y uno no ve tierra en kilómetros, y cuando eso te pasa con siete adolescentes de quince años que están a tu cargo, te podés llegar a poner nervioso. Uno de los recuerdos más escalofriantes que tengo de aquellos tiempos es ver una canoa con dos de mis acampantes darse vuelta como a quinientos metros de donde íbamos el resto (nos había separado el oleaje, justamente). La incertidumbre hasta que pudimos llegar, recogerlos, darles vuelta la canoa (sin otro punto de apoyo que nuestras propias canoas, lo que es una maniobra que, por más que se practique en la “training week”, siempre es complicada), fue tal vez la más grande de las incertidumbres que me hayan acometido.
Y recuerdo otra que me mandé: siempre nos habían dicho que jamás durmiéramos fuera de las carpas, que los osos, que esto y lo otro. Una noche de travesía estábamos en una isla que se llamaba Big Mosquito (en verano el mosquito es el “provincial bird” de Ontario). Había allí una gran piedra que se alzaba sobre uno de los extremos de la isla y desde la que se podía saltar en una divertidísima caída hacia el agua de unos seis o siete metros sin el menor riesgo (siempre y cuando no cayeras de piernas abiertas). En esas anduvimos durante la tarde, después comimos temprano en el campamento y volvimos a subir para ver una pequeña aurora boreal que cambiaba de formas muy rápido. Uno trajo su sobre, después otro y así nos fuimos quedando dormidos hasta la mañana siguiente. Cuando regresamos a las carpas encontramos, a pocos metros de ellas, unas cuantas deposiciones de oso bien fresquitas, probablemente de la noche. Se puede decir que nos salvamos raspando de un encuentro que podría haber sido complicado.
En fin, todo esto para contarles que leí un libro que fue la causa de muchos recuerdos.

domingo, 1 de febrero de 2009

EL "MENTIRITA" (para DGB)


Como muchos de ustedes ya saben, vivo en una cooperativa de viviendas que aún no tiene un año de inaugurada. Eso significa que debimos trabajar dos años y medio como peones de albañil. Les puedo asegurar que existen pocas criaturas tan particulares como un albañil. El código de “ética” de la albañilería es uno de los más firmes y corporativistas que conozco, y podría resumirse en la siguiente sentencia: “hacé el trabajo con la mínima rapidez necesaria para no quedar regalado, y nunca tan rápido como para dejar regalado a tus compañeros”. Cuando un “rápido” aparece, enseguida se le arriman dos o tres de los que ya estaban en la obra y, mediante una suerte de acoso verbal constante (“¿adónde vas con ese auto?”, “¿se le hace tarde al mocito?”, “vo´, decile a aquél que le van a pagar el mismo día que a nosotros”, etc., etc.), logran tironearlo hacia abajo, dejarlo en el pelotón. Pasado el tiempo, él mismo se convertirá en un inspector de velocidad de otros nuevos que pudieran aparecer con excesivo entusiasmo. A nosotros los cooperativistas, que si bien éramos peones, también éramos “patrones”, ese código nos caía bastante pesado, porque dilataba el tan ansiado momento de ocupar nuestras casas. Yo, por mi parte, comprendía bien que si se apuraban, el trabajo se les terminaba antes. Llegado el caso, con una familia por delante, yo haría lo mismo, pensaba.
En ese contexto, quiero hablarles de Jorge Rodríguez (y por suerte debe haber cientos de albañiles que se llamen así). El hombre debía tener unos cincuenta años, era petiso, tenía una chivita desprolija y cuando hablaba rápido nadie le entendía. Lo pusieron de peón de mano a alcanzarle material a “la Mulita”, una especie de sen en el arte de la albañilería, que se jubiló enseguida que inauguramos y a quien le regalamos, por su apodo, una mulita tallada del mercado de los artesanos. Pero eso no tiene nada que ver. Vuelvo con Rodríguez. Resulta que una mañana uno de los que estaban trabajando en el módulo 17 dijo que se iba para las termas. Otro dijo que ya había ido, que estaba bárbaro, y así se empezó a hablar de viajes y esas cuestiones. Uno, Rocco, había trabajado en Paraguay, planteando así el destino más lejano que alguno de los que allí estaba podía imaginar (yo, para no parecer un bobón creído, no comenté nada de mis meses de trabajo en Canadá y en Perú, típica falsa modestia uruguaya). Rodríguez había escuchado todo con una especie de atención expectante, esperando nervioso a que por fin le llegara su turno. Y cuando le llegó se despachó con que había estado trabajando nada menos que en Noruega, y no sólo en Noruega (pocos sabían dónde era eso), sino que en los mares de Noruega, en una plataforma de petróleo de cierta compañía.
Acá conviene aclarar que el albañil es, por lo general, un hombre muy educado. Cuando se va a reír de alguien con quien todavía no tiene confianza no lo hace de forma evidente. Mira unos segundos hacia abajo, retuerce la boca en un rictus de contención, alza la vista, busca la mirada cómplice de algún otro, al que mira de soslayo, y dice algo así como: “¡Pahhh…, era grande esa mojarra, que no cabía en el balde…!”
Durante unos días le siguieron buscando la boca a Rodríguez. Le hacían hablar acerca de cómo era la vida en la plataforma, de sus tareas (supuestamente lo habían llevado como cocinero porque alguna vez había hecho un curso en UTU y tenía buenas referencias de una panadería conocida de San José), de los lugares que había visitado y, sobre todo, del sistema de prostitución que se generaba en los pueblos costeros como consecuencia de la existencia de esas plataformas. Sin que Rodríguez se diera cuenta, se reían de él. Lo habían apodado “el Mentirita”, pero él no lo sabía.
Cuando lo supo, se calentó. Dejó de hablar con varios de sus compañeros que, como lo conocían un poco más, bromeaban sobre él ya en voz alta. “Mentirita” pasó a ser un vocativo más en un mundo donde ya había un “Mulita”, un “Rocha” (el albañil en cuestión había nacido allí), un “Torcido” (no había más que verlo) y un “Jujuy” (onomatopeya de su forma de reír).
Pero el hombre se calentó tanto que un día se apareció con una carpeta con un contrato firmado con la tal compañía. Además mostró fotos donde aparecía con una impecable vestimenta de cocinero de primer mundo, todo de blanco y sin la más mínima mancha, rodeado de una serie de máquinas increíbles e indescifrables.
Silencio total. Tapón de boca, como se decía hace un tiempito.
De ahí en más el misterio rodeó al Mentirita. ¿Cómo había llegado hasta Noruega? ¿Cómo había hecho para gastarse toda la plata que había ganado (él hablaba de unos cien mil dólares de ahorro en dos años)? Y sobre todo, ¿qué hacía un tipo “preparado” como él metido de peón de albañil?
Si bien el status de Rodríguez subió un poco con respecto a sus compañeros, algo no cambió: por más que la cosa había probado ser cierta, el apodo quedó. Todos le decimos así si lo vemos por la calle, y en cualquier obra que vaya a entrar de seguro arrastrará ese mote como Sísifo arrastra eternamente la piedra.
El mundo de los albañiles es muy, muy, muy interesante.
Créanme.