domingo, 21 de agosto de 2011

CANADÁ (I)


Desperté a las seis y media de la mañana, solo, en la cabaña. El sol ya entraba por las aberturas de madera y un trino de pájaros hermoso e indefinible se encargaba de borronear los rastros de un sueño un tanto extraño. En el sueño, mi madre me hablaba acerca de la abuela, de lo mal que la estaba pasando y de algunas cosas de mi hermano. Lo llamativo era que lo hacía en inglés, lo que redundó en que en determinado momento yo me diera cuenta de que aquello no podía ni debía ser otra cosa que un sueño.
Ya escribía en aquel momento. Creo que escribía desde fines de 1994 o algo así. Me acuerdo que, estando en Uruguay, todos los viernes compraba el Cultural y cada tanto me sorprendía con la noticia de un escritor jovencísimo, uruguayo, que publicaba con total éxito de crítica sus dos primeras novelas. Yo, en cambio, escribía, pero no era escritor. Y quería con toda mi alma serlo, por lo que le profesaba una espantosa envidia a este joven talento que aparecía tan seguido en las páginas especializadas y que además era algo así como un rebelde o una oveja negra. ¡Vaya con las maromas de la vida! Ahora, que se supone que soy eso que quería, lo único que me gustaría hacer cada tanto, tal vez sólo media hora al día, es escribir… Y creo que este muchacho ya ni siquiera escribe… en fin…
El nombre de la cabaña era Mc Keag´s . A veces me tocaba en Mc Keaney´s. A veces Sussex o alguna otra, pero siempre hacia el lado sureste de la isla de Copeland, donde estaba el campamento.
Tomé una toalla, encendí el walkman y me puse los auriculares. Me calcé mis sandalias y salí al camino, es decir, a la delgada trocha que se abría entre la densa vegetación del monte canadiense y que comunicaba todas las veinte cabañas con la zona del campus central, también llamada pradera, y en la que señoreaba una bandera roja y blanca con una hoja de arce en el centro y ante la cual cantábamos, todas las mañanas, el correspondiente himno: “Oh Canada, our home and native land…”, un himno mucho más lindo que el uruguayo, entre otras cosas porque nunca habla de morir e incluso contempla un lugar entre sus versos para la palabra “love”.
Pero aquel día era el domingo de descanso. Descansábamos un sábado y un domingo cada quince días. La noche anterior la mayoría de mis compañeros que habían decidido permanecer en la isla en vez de volver a Winnipeg, se habían quedado hasta tarde en una fiesta de comida, baile y algo de alcohol, de suerte que ahora dormían con sueño pesado, incluso hasta el mediodía. Yo había regresado a la cabaña temprano, tal vez a las doce, había tomado la cajilla de cigarros y había decidido que fumaría a como diera lugar. Tenía que ser cuidadoso en extremo pues se trataba de una “non smoking island”. La maniobra podía depararme un muy indecoroso regreso a mi país. Había fumado cerca de Lone Pine, el lugar al que además me gustaba ir todas las mañanas a rezar un par de oraciones por un chico fallecido pocos días antes de que yo emprendiera el viaje y a quien conocí muy bien en campamentos de este otro lado del Ecuador.
Ahora volvía a Lone Pine y estiraba los brazos y las piernas en un ejercicio rutinario. Estaba tranquilo, expectante. Recé. Después caminé doscientos metros hasta el Polar Bear Club, subí al muelle de madera, observé el agua y salté.
El agua, a pesar de ser verano (un verano muy especial el canadiense, aclaro… nunca más de veintidós grados, el mediodía y al sol y con todo a favor…), estaba congelada. Escuché ruido del otro lado de la playa. Poco después se asomaron dos cuerpos desnudos, blanquísimos y de incipiente redondez que me saludaban agitando las manos. Se trataba de mi buena compañera B. y de mi buen amigo BJS. Habían pasado juntos la noche en alguna de las cabañas libres y ahora recomponían fuerzas de ese modo tan inusual. Les correspondí el saludo y volví a subir al muelle por la escalera. Me sequé rápido y volví a la cabaña. Después de un rato decidí que mi día de descanso iba a completarse en una isla próxima. Pasé por la cocina y apronté el mate. Me equipé con frutas de la cámara de frío y un par de latas de pescado. Pedí permiso para tomar una de las cincuenta canoas disponibles, me calcé el chaleco, cargué sobre mis hombros la canoa de fibra de vidrio desde el depósito hasta la orilla, la deposité en el agua, me arrodillé al medio de la embarcación tratando de guardar bien el equilibrio y remé hacia el norte. Remaba un minuto de cada lado, sosteniendo a veces el remo a forma de timón, para no ladearme demasiado a uno de los costados. Frente a mí estaba la isla de las águilas calvas. Mientras no hubiera osos en los alrededores, estaba de parabienes.

sábado, 20 de agosto de 2011

Diccionario de mitos y afines


Adonis. Supuestamente, el más bello de los hombres. Tan bello era que mientras estuvo vivo ejercitó sus dotes de seducción en la no menos bella Afrodita. Después, al morir, enamoró a Perséfone, reina del Hades, el mítico reino de los muertos para los griegos. Algunos apuntes curiosos: Adonis fue hijo de una relación incestuosa entre Cíniras, rey de Chipre, y su hija; además, murió embestido, aparentemente, por un jabalí. ¡No estuvo bien que muriera así el más lindo de nosotros! El mito flaquea en este punto…

Agamenón. Famoso rey de Micenas y de Argos, jefe de la avanzada griega contra Troya. Era hermano de Menelao y, por esa razón, cuñado de la hermosa Helena de Esparta que después, tras el “rapto” de Paris, pasó a llamarse Helena de Troya. Agamenón es una de las figuras principales de la epopeya homérica, tanto que es una acción suya la que inicia las aventuras narradas en La Ilíada. Se enfrentó de palabra con Aquiles (que ya era algo), y siempre se destacó por cierta habilidad para medir rivales y situaciones. Tampoco tuvo problemas cuando, para obtener vientos favorables para su armada, debió sacrificar a su hija Ifigenia a los dioses. Cuando terminó la guerra de Troya y Agamenón volvió victorioso a Micenas, Clitemnestra, su mujer, y Egisto, el amante de su mujer, lo estaban esperando para matarlo. Unos cuantos años después, Orestes, hijo de Agamenón, lo vengará. Es decir, una familia como tantas…

Amazonas. Según las fábulas que refieren a los tiempos heroicos, las amazonas constituían una raza guerrera y se alineaban bajo el dominio de una reina, la más famosa de las cuales fue aquella Hipólita que fuera muerta por Hércules como parte de uno de sus trabajos. El término “amazona” en griego significa “la sin seno”, y alude a la costumbre de estas guerreras de mutilarse esa parte del cuerpo para lograr una mejor tensión del arco de guerra. En tiempos donde la cirugía estética empercude nuestras más elementales moralinas, el de las amazonas es un caso a meditar. Finalmente digamos que las amazonas, simplemente con fines reproductivos, solían ocasionalmente mantener relaciones con hombres a los que mandaban de nuevo a su hogar después del espurio acto.

Anfitrite. Diosa del mar y esposa de Neptuno, ayuna de cualquier rol preponderante dentro de los mitos griegos. Es decir, pasó sin pena ni gloria, y ya casi nadie la nombra. Desde estas páginas, saludamos en ella a todos los seres anónimos que pudieron haber sido alguien o algo, y no lo fueron.

Ángel. Figura celestial que actúa como lacayo de Dios, mensajero, anunciador, castigador, etc., etc. No distingue ciclos mitológicos, así que tanto puede encontrárselo en las religiones cristianas como en las sarracenas, en las budistas como en las gnósticas. Se cree que las figuras angelicales son un residuo politeísta del actual monoteísmo.

Apolo. Célebre deidad griega, Apolo es hijo de Zeus y de la titánica Leto (Júpiter y Latona, respectivamente, en la tradición latina). Se cuenta que Apolo era muy bello y, por si esto fuera poco, estaba dotado con habilidades importantes para la música, la poesía y la adivinación. Su base de operaciones estaba en Delfos, lugar que se hizo famoso a raíz de esto y de que allí Apolo había vencido a la serpiente Pitón. Pero, claro está, siempre hay una leyenda negra: en la Ilíada de Homero, por ejemplo, Apolo se solidariza con el sacerdote troyano Crises y ataca despiadadamente a los griegos con flechas de peste. Además, como era tan bello como mujeriego, y como a veces la belleza no bastaba para convencer a las mujeres en las que ocasionalmente fijaba su atención, se le adjudican a Apolo unos cuantos raptos y otras tantas violaciones. En definitiva, un ser polémico.

Aquiles. ¿Qué podemos decir de Aquiles que ya Homero no haya dicho? De todas formas digamos que Aquiles fue un hombre signado por el mal carácter y la mala suerte. Como prueba de esto último baste el hecho de que el único punto débil de este guerrero griego era una pequeña parte de su cuerpo, el talón, y justo allí fue a enterrarse una flecha vagabunda disparada por el cobarde Paris... ¡Eso es mala suerte! Peor que lo de Adonis, si se me permite.

martes, 14 de junio de 2011

Pienso, no mucho, pero pienso...


1. Lo obvio. El pensamiento se hace con palabras. ¿Es posible pensar sin hablarnos en silencio a nosotros mismos? Por supuesto que no. Todo pensamiento es un diálogo de Pedro con Pedro, de Juan con Juan, de María con María. Una de las formas que conoce la literatura.

2. Todos formamos parte de innumerables colectivos. En mi caso, del colectivo docente, del colectivo de la cooperativa de viviendas, del colectivo de los hinchas de Peñarol, del de los que toman medicamentos todos los días, del de los que toman medicamentos para la gastritis, del de los que compran en determinado almacén… Cada colectivo al que pertenezcamos se comerá un pedacito de nuestra individualidad.

3. El Campeonato Metropolitano de Básquetbol debe ser una de las experiencias más rudas del deporte universal. Las “canchas” en realidad son gimnasios. Un metro separa la línea de la “cancha” de la dura pared del gimnasio, de suerte que si el jugador no controla sus movimientos, terminará escrachado contra esta última. Si se salva de eso, deberá cuidarse de la marca acérrima y bruta de los integrantes del equipo contrario, cuando no del propio equipo, o de los mismos jueces, que pasan pechando.

4. Hace poco soñé que venía un tsunami. El agua de la gran ola era marrón y venía a una velocidad nunca vista. Entró por la ventana y entonces recordé que en el dormitorio, en la cama, estaba mi hija. El agua lo inundaba todo, pero el nivel no subía más allá del colchón y de alguna manera yo tenía la certeza de que mi hija no corría peligro. En cambio, me miraba sonriente, fascinada.

5. ¿No les da la sensación de que el tema de la edad de imputabilidad está mal discutido? Insisto: uno es de determinada forma un día y, al otro, sólo por cumplir un año (ya sea 18 o 16), ¿es distinto? No, no, no. Entonces el asunto se discute mal. La edad no es la clave sino el grado de racionalidad que queda de manifiesto en el crimen. Me remito a Dante, que se remitía a Aristóteles.

6. Pensando en este tema de los 18 me acordé de un conocido mío que se pasaba amenazando a otro. Cuando cumplas 18, ese mismo día, te doy una paliza para que aprendas a respetar, para que no seas tan tarado, guacho estúpido. Cada tanto los veo por la calle y me pregunto si la amenaza se habrá concretado. Ambos parecen estar bien, por ahora.

7. Tengo un partido político que me identifica. Me molesta mucho cuando coincido con opiniones de gente de los otros partidos políticos… lo que muy a mi pesar ocurre bastante seguido… ¡Diablos!

8. Jueves de noche. Acá estamos, respirando territorio chileno que ha volado por los aires y nos llega en forma de ceniza. Pronto llevaremos a Chile en nuestra sangre.

jueves, 17 de marzo de 2011

DIÁLOGOS CONMIGO MISMO SOBRE EL MUNDO


Japón: el problema comenzó con un fenómeno natural e impredecible, pero ahora el riesgo cierto es el de una catástrofe nuclear, y eso sólo ha podido ser porque el hombre ha hecho cosas que, a todas luces, no ha debido hacer. ¿A quién se le ocurre poner semejantes reactores nucleares en un lugar con tamañas afecciones naturales? Era sólo cuestión de tiempo para que pasara algo así. Sólo había que esperar que el terremoto fuera de la intensidad adecuada, o que el tsunami se decidiera a llegar, y si no hubiese sido un huracán o lo que fuere. Incluso el hombre, la guerra, los atentados. Si alguna potencia nuclear entrara en guerra con otra potencia nuclear, ¿qué cree usted, amigo Peña, que bombardearía primero? No se necesita ser Napoleón para dar esa respuesta: lo primero serían los reactores. Usted me dirá, claro, que ahora no hay mucha perspectiva de otra guerra de proporciones tan grandes como las de 1914 o 1939. Yo le respondería, querido amigo, que eso también es cuestión de tiempo.

Hay amargura y desazón en sus palabras, Peña. Hay desesperanza y desilusión…

Y me lo dice a mí… Ahora mismo tengo el corazón en la mano… mire esos dos hijos a los que intento criar para que vayan a ese mundo del que tengo tan pocas esperanzas… Siento mucho dolor. Porque los reactores nucleares que producen energía lo hacen para que haya más industria, más comercio, más consumo, más cosas, más…, más…, más… Al hombre le parece que todo es poco. Esa tragedia, esos muertos, esos hombres ingenieros que están en el reactor tratando de apagar las fugas… todo eso es producto de la misma lógica de siempre: no soy porque soy, soy porque consumo, soy porque tengo, soy porque me compro eso, porque alguien me ha hecho creer que necesito andar en un auto cada vez más rápido, tener una casa hipertecnologizada, vivir más de cien años, veranear en vaya a saber qué lujosa isla creada de la nada. Uf… Me han hecho creer que necesito reactores que algún día van a explotar y van a envenenar todas y cada una de las miserables cosas que he de comprarme de aquí en más.

Me parece que le va a costar salir hoy de este ánimo tan fúnebre.

¿Y qué quiere que haga, Peña? ¿El mundo se viene abajo y usted quiere que salga a tirar cohetes? Mire a mi hija dormidita en el coche… mire a mi hijo mirando sus dibujitos favoritos de dinosaurios… ¿qué quiere que haga, amigo?

domingo, 9 de enero de 2011

LITERATURA Y OTRAS COSAS DE LA VIDA


Literatura, erial, vergel, Arvelo Torrealba, Voltaire, Mauron, Morin, cooperativa de viviendas, mito sucinto y víboras.

Vivir en una cooperativa de viviendas tiene sus cosas hermosas y sus cuestiones de compromiso. Dentro de estas últimas se encuentra el hecho de que cada mes debemos realizar dos horas de trabajos de variada especie para el bien común. Eso implicó que entre las 11:15 y las 13:15 de este sábado 8 de enero quien suscribe, azada en mano, se viera enfrentado a varias vicisitudes tanto externas como internas.
La primera de estas vicisitudes fue la soledad. Mis compañeros de cuadrilla ya habían hecho su trabajo en el correr de la semana y disfrutaban ahora del descanso, los más afortunados en el este del país. Pero la soledad es un estado del que no rehuyo. Más bien que lo busco. Claro que es mejor trabajar en equipo, pero bien…
Mientras limpiaba pajonales, pastizales, chilcas y cardos de la linda de la cooperativa, en la que esta tarea era menester pues pronto acudirán alambradores a colocar el tejido encolumnado que nos separará del campo, me puse a pensar justamente en eso: que nuestra cooperativa da al campo, que no hay nada más allá que no sean vacas y potreros. Como en estos días, además, he revisitado mi relación con el campo, se me ocurrieron varias asociaciones totalmente arbitrarias que aquí dejo plasmadas, por no decir plantadas.

I. El francés Charles Mauron, teórico de la psicocrítica, plantea la pertinencia del estudio literario de determinada obra u autor a través de lo que él denomina su mito sucinto. Este mito sucinto estaría formado por una serie de imágenes, ideas, formulaciones, conceptos, etc., recurrentes (circularmente recurrentes, podría decirse) en la obra en cuestión. Para explicarlo no se me ocurre mejor imagen que aquella otra propuesta por el filósofo (también francés) Edgar Morin, del bucle recursivo, aunque sería una especie de bucle recursivo inconsciente en el que cabría todo lo enumerado antes en relación al mito sucinto.
Esto del mito sucinto y mi trabajo con la azada chocaron en una constatación: la importancia que tiene para mí el ambiente de campo, las faenas manuales, lo poco o mucho que pueda haber aprendido en ese contexto. Y esto no tiene más remedio que reflejarse en mi propia y muy escueta obra de la siguiente manera: en Eldor, por ejemplo, la mayoría de sus cuatro o cinco relatos rescatables se desarrolla en el medio de bosques, arroyos y colinas. En La noche que no se repite hay un intento de robo a una estancia en la zona de Raigón. En Ya nadie vive en ciertos lugares toda la acción se desarrolla en una población de carácter rural. “Monturas”, el cuento aparecido el año pasado en el Cultural, es un cuento de ambiente campero, de tropas y ranchos. Hete aquí mi humildísimo mito sucinto.

II. En eso algo negro y rápido pasa entre mis piernas y se pierde en los pastizales de al lado del alambrado del vecino, un hombre que ordeña a mano y después reparte leche en un carro, a la vieja usanza. El miedo al ataque de algún bicho me volvió a la realidad. Se podrán imaginar que aquello podría haber sido cualquier cosa. Lo más probable es que fuera un apereá. Sin embargo en mi cabeza sólo una criatura tomó forma y esa forma era la de una serpiente. ¿Por qué? Porque hemos encontrado varias en estos dos años, incluso una de ellas en nuestro porche. No es nada descabellado pensar que una de ellas podía estar allí, acechando. Y habiendo leído a Quiroga…
La imagen de la serpiente se me enroscó con unos versos del venezolano Alberto Arvelo Torrealba (se quien ya se comentó en este blog): “y va pisando el erial como quien pisa vergel”. Así iba yo, pisando lo silvestre con el cuidado de quien pisa un cantero plagado de hermosas violetitas de los Alpes. Enseguida la palabra vergel me retrotrajo al final de Cándido y a aquel “hay que cultivar el vergel” con el que el sabio de Voltaire culmina su sátira.
A estas alturas el delirio me ganaba, y todavía faltaba media hora para que terminara la jornada.

III. Por suerte vino Roberto, un vecino, a conversar y a sacarme de mis elucubraciones. Quedamos charlando sobre las horas en secundaria (Roberto, Robertito para los amigos, es profesor de matemáticas). Le pedí que me sacara una foto que atestiguase el momento en el que tantas y tan variadas cosas habían pasado por mi cabeza. De fondo un ternero, que por extrema casualidad acertó a pasar en el momento justo por el lugar indicado.

IV. Voy a dejar las herramientas después de dos horas. Abro la puerta del galpón y ¡zás!: una víbora entre las maderas de un encofrado que ya no usaremos jamás. Bueno, ahí estabas…mito sucinto de mi existencia… Dejé la azada al costado de la puerta y me apresuré a salir. Avisé, claro, a los encargados de los espacios verdes de la cooperativa, pero nadie pareció darle importancia.

lunes, 3 de enero de 2011

ESCRIBIR


Hay una especie de felicidad irracional en el acto de escribir. Ahora mismo experimento esa satisfacción por más que lo que escribo sea esto y no otra cosa. Creo que esa satisfacción irracional tiene una explicación que puede hurgarse, no obstante, en los anales filosóficos del Siglo XX. Me quedo entonces con la formulación de Cassirer del hombre como animal simbólico (en oposición-evolución con aquella otra formulación aristotélica): la razón, de alguna manera, explica lo irracional.

El hombre tiende hacia el símbolo con la misma voracidad genética (a falta de mejor término, claro) con la que ha tendido a vivir en comunidad. Por eso, al experimentar este goce, no hago más que mantenerme fiel a un llamado de la especie.

No hay aquí nada fijo ni claro, nada que soporte la más mínima prueba empírica, nada agarrado a otra cosa que no sea la subjetividad mía. Estas palabras son verdad sólo para mí y para un mí hoy. Porque el acto de escribir y la literatura en general son cuestiones estrictamente fenomenológicas. Lo que para algunos en algún lugar es bueno, para otros en ese mismo lugar o en otro, o para el mismo aún en otro tiempo, puede no serlo. Por esta sencilla razón opinar sobre literatura, es decir, opinar sobre un fenómeno, es opinar sobre la relación de un yo particular transido por las estructuras a priori, delineado por las a posteriori, que además es capaz de producir o desentrañar sentidos. Pocas cosas en el mundo suelen quedar en un espacio tan etéreo, místico y filosófico como la crítica literaria.

El fenómeno de lo que llamamos “Literatura uruguaya” (en adelante sin comillas ni mayúscula) despierta en autores diversos distintas opiniones más o menos irresponsables. Partamos entonces de que a un escritor puede interesarle mantener esa idea que ha vagado en algunas páginas y en muchísimas más conversaciones de boliche de que no existe tal cosa como la literatura uruguaya. Claro que antes habría que definir eso que no existe, soslayando a pura fuerza el problema ontológico que ello implica. Diríamos que en lo académico la literatura uruguaya es aquella iniciada hacia fines del Siglo XVIII (obviamente que entonces no había ni siquiera una leve conciencia de “lo uruguayo”) por algunas jerarquías eclesiásticas, cuyos últimos resoplidos hemos encontrado ahora mismo, en este auge de emprendimientos editoriales que parece llevar a la conclusión de que los escritores escriben para los mismos escritores, es decir, para que otros como ellos los lean, los critiquen, los defenestren, los alaben. Esta afirmación, claro, adolece de la misma irresponsabilidad de la primera citada al comienzo del párrafo. Pero es tan válida como aquella y como el pensamiento de que esta es mejor que aquella, pues quien no sea capaz de ver, de visualizar que sí hay una literatura uruguaya, tampoco será capaz de ver, de visualizar, ninguna literatura española, iberoamericana, rusa. Porque no va en la cantidad ni en la calidad.

Creo que la negación de la literatura uruguaya, la negación sin más, no ya su crítica ni la actitud negativa hacia ciertos autores, movimientos o épocas, es una expresión de deseo fundante. Es decir, hasta aquí, hasta que vine yo a escribir, no hubo literatura uruguaya. Aunque también podría ser una actitud de despecho ante la joven que no termina de aceptarnos, pues muchas veces tal afirmación se encuentra en labios de escritores de poco peso, con poca difusión, cuya ambición sería el aplauso de un público cuya ignorancia hacia ellos y sus escritos es sistemática.
Escribir raro es fácil. Hacerse pasar por escritor raro o enfant terrible de una generación es espectacularmente sencillo. Hoy, en nuestro contexto, basta poner un par de palabras violentas, los correspondientes órganos sexuales y un poco de droga y ya se logra esa actitud. Y vale. Hay un público para todo. Mínimo, por supuesto, pero lo hay.

Volviendo a la cuestión fenomenológica de la literatura: ¿qué hace que un texto parezca notable a unos y execrable a otros? Partiendo de la formulación kantiana, si lo que no cambia es el objeto, lo que marca esa diferencia es el sujeto. Hace más o menos un año una novela de Alejandro Ferreiro a mí me pareció poco menos que brillante mientras que a uno de mis mejores y más confiables amigos relacionados con las letras le resultó “una bosta”. Cuando estas cosas pasan tiendo a desconfiar de mis propias habilidades para detectar lo estético en un libro, sin reparar en que esa detección no es cuestión de “habilidades” racionales sino de sensibilidades educadas o no en ciertos aspectos vitales, psicológicos. Es decir, con mi tendencia al misticismo, a la noche, a lo espiritual, a lo alegórico, es bastante esperable que una novela que mueve esas fibras cuente con mi anuencia. No sólo me puede gustar sino que debe hacerlo. Por idénticas razones, sobre todo porque somos distintos sujetos, es también esperable (y aún más: inevitable) que el mismo objeto reciba aquella metáfora entrecomillada arriba de mi amigo.

Decía entonces, retomando, que una de las posturas más sencillas del escritor es plantarse del lado transgresor y vanguardista y apostar a una literatura cuyo cometido final no sea el mensaje (el símbolo, por volver a Cassirer) sino el canal. Para esta literatura de vanguardias la función poética no importa tanto como la metalingüística. O por plantearlo de mejor manera, la primera está subordinada a la segunda, y como la segunda tiene potestades determinativas sobre la primera, ya no es imprescindible que el mensaje se entienda –mucho menos que se disfrute en el más puro sentido hedonista del término- sino que cumpla con una labor de desestructuración lingüística y, sobre todo, estética. Lamento decir que esta actitud de lo que en algún momento pudo tomarse como valentía ya tiene cien años, mínimo, si nos apegamos a la formulación del primer manifiesto futurista del tan mentado y tristemente célebre fascista italiano apellidado Marinetti. Descuento que quienes anden por estas páginas habrán tenido alguna aunque sea mínima relación con este escritor y sus consecutivos manifiestos, por lo que no me extenderé más en su consideración. Hay muertos que no deseo despertar.

Cuando defiendo el perfil subjetivo de la literatura no estoy más que haciendo lo que se corresponde con mi más íntima convicción. Aún cuando a veces use y abuse de generalidades, rechazo las opiniones generales al hablar de literatura. Rechazo las recetas, las formulaciones tales como: “lo que un autor debe hacer hoy es…”, “la obra que se espera de una generación debería…”, o la notablemente convencida “esto es la literatura”, y así. Tales cosas sólo me revelan cuán distinto es el grado de pensamiento reflexivo que a la tarea de escribir le han dedicado los que las emiten. Otra cosa distinta es decir: “a mí me interesa un escritor que…”, o, tal vez y mejor: “a mí no me interesa un escritor que…”, o “para mí la literatura es no otra cosa que…”. Pero siempre, por delante, el sujeto.

Siempre está la cuestión del tiempo. El del escritor puede llegar a ser importante, no lo niego. Pero, en todo caso, el de este escritor no es más importante que el de cualquiera de sus ocasionales lectores. Cuando me ha tocado firmar libros después de alguna presentación siempre escribo “Gracias por el tiempo”, que es el tiempo que el lector tendrá que dedicar al libro, a lo que alguna vez fue un pensamiento mío, dejando de ver a su hijo, dejando de enamorar a su hombre, dejando de…

¿Por qué escribir?
Mis abuelos tenían un modesto campo con ocho o nueve vacas en un paraje rural a quince kilómetros de San José. Los ranchos eran de barro y había que sacar agua del pozo con un balde y su rondana. Se araba a bueyes, se cazaban liebres y se cuidaban los maizales de los chanchos jabalíes. Cada tanto una víbora aparecía en el patio. En julio y en agosto se carneaba un chancho y una vaquillona y se coagulaba la sangre y se hacían morcillas, codeguines y chorizos que después se dejaban secar colgados de unos varejones en el galpón donde hacía años se pudría un viejo tractor rojo. Me encantaba ir allí de vacaciones y durante los fines de semana. Salía los viernes de tarde y volvía los domingos a la noche. Con mis abuelos vivía el Pocho, un peón que habían criado desde gurí y que nunca los había dejado, ni en las buenas ni en las malas. No hablábamos mucho. Más bien como que cada uno estaba en sus pensamientos y poco más. Yo ordeñaba dos o tres vacas, llevaba la leche hasta el galpón del queso, la echaba en unos latones. Enseguida venía el Pocho y prendía un fuego bajo un trípode hecho de troncos de eucalipto curados y tiznados del que colgaba un tacho. Vertía allí la leche, hacía la cuajada y me dejaba revolviendo el queso por dos horas. Dos horas en las que no veía a nadie, en las que no conversaba con nadie. Escribo, entre otras cosas, para un día poder ponerme en paz con aquel niño rústico que tenía dos horas para pensar y no tenía el lenguaje para hacerlo. Su mirada se perdía entre los grumos de la cuajada que debía mantener sin apelotonar revolviendo desde abajo hacia arriba.
Es decir, escribo para que el sujeto que soy integre al otro que fui.