viernes, 29 de agosto de 2014

NUEVOS PERSONAJES EN LA SAGA DE AGUSTÍN FLORES

ELIZALDE, Pablo: Jefe de Investigación. Coordina el equipo que investiga crímenes inusuales.
En sus cincuenta. Viudo en circunstancias que no se aclaran. Tres hijas, de las que en la novela aparecen solo dos. Su padre padece una enfermedad en fase terminal. Gonzalo, su hermano, es sacerdote. Hay una culpa rondándolo desde hace tiempo.

FERREIRA: en sus cuarenta. Es la mano derecha de Elizalde. Cuando las cosas no van bien, se encierran juntos a hablar. Es el único del equipo que lo llama por su nombre. Ferreira es algo irónico y se las tira de seductor. No siempre tiene éxito.

LÓPEZ: también en sus cuarenta. Su carrera policial estaba destinada a la medianía hasta que Elizalde lo convocó. Es un hombre de extrema confianza. No es inteligente pero compensa con el empeño.

CUADRO: un poco más joven que López, su función principal es la de chofer. Y lo hace a la perfección, aunque con un pequeño detalle agregado que puede exasperar a sus acompañantes. Junto a López, conforman un dúo bastante impredecible.

BERMÚDEZ: treinta y pocos. Es la nueva encargada de prensa de la oficina. Es la única integrante del equipo que no fue pedida por Elizalde. Todo lo que llega a los medios pasa por ella. O al menos debería hacerlo. Según Elizalde los tiene a todos bastante movilizados. Ferreira no admite que sea una mina tan espectacular como López y Cuadro advierten. Es una mujer sensata y absolutamente confiable. Aunque Elizalde no lo ve tan claro.

Y POR SUPUESTO, AGUSTÍN FLORES. Aunque Agustín... no necesita presentación.

TEXTO DE CONTRATAPA

Los tiempos han cambiado y cuando la justicia no llega, algunos prefieren salir a buscarla con sus propios métodos.

Una serie de asesinatos macabros ocurridos durante 2013 son el eje de la acción de esta novela. Los criminales no dejan cabos sueltos y pronto la oficina de investigaciones comandada por Elizalde deberá enfrentarse con un enemigo más difícil de lo acostumbrado.

Mientras tanto, ¿dónde está Agustín Flores? Escondido de quienes pretenden esconderlo, esta cuarta entrega lo encuentra alejado de todo.

O al menos eso es lo que él cree.

domingo, 10 de agosto de 2014

Escrituras del yo (II): CABALLOS

SUEÑO. Era un caballo de pelo amarillento. Cuando lo conocí tenía cerca de treinta inviernos y era un animal bien mañero. Su trote era corto y atropellado y la boca se le había endurecido. Resultaba difícil hacerle respetar la rienda y el freno. Mi abuelo lo tenía para el charret, algo en lo que el pobre todavía podía dar una mano. Montarlo era distinto. Solo en emergencias. Con el tiempo, y sobre todo porque mi abuelo ya había dejado de prender el charret, Sueño fue resabiándose de tal forma que resultaba difícil acerársele. Ponerle los arreos ya era tarea imposible. Había dado, hacía años, lo mejor, y ahora solo quería descansar. Jamás lo vi galopar.
 MALEVO. Nunca le hizo honor al nombre. Fue un caballo manso y bueno. Llegó para ser compañero de Sueño y rápidamente se convirtió en la principal herramienta de la casa. Servía tanto para el arado como para la montura. Muchas veces un cuero de oveja era suficiente. Yo mismo, con escasos siete años, podía ponerle el freno sin problemas y, arrimándolo a algún alambrado, subirme a él a duras penas y contando siempre con su benevolencia.
  En aquel  tiempo leía las historietas de Patoruzú y las de su derivado infantil, Patoruzito. El cuerpo rechoncho y castaño de Malevo no se prestaba para confundirlo ni con Pamperito ni con Pampero, los estilizados caballos de las historietas. Pero en la imaginación de un niño cabe casi todo. Entonces galopar sobre Malevo por un potrero de Tranqueras Coloradas se convertía en una aventura de Tehuelches por la Patagonia. También eran los tiempos del Llanero Solitario y del Zorro, que montaban otros Malevos como el de mi abuelo, que ahora me llevaba raudo cerca del cañadón y que solo, sin que yo tuviera que ordenárselo, aminoraba la marcha para cruzar por el lugar de siempre, el más seguro.


TOBIANA. La llamaban así por el pelaje. Era uno de los cuatro o cinco caballos de los que disponía mi tío Eleodoro –Lelo para los amigos- en su campo de Carreta Quemada. Una yegua pesada pero rápida. Su pelaje era gris manchado ocasionalmente de marrón. No siempre estaba de buen ánimo. Fue la primera montura que tuve en la casa de mi tío, pero un buen día dejaron de dármela. Parece que había echado para atrás a algún chambón que la tendría resabiada y ahora no se la daban a los niños. Fue por eso que me tocó el mejor caballo que haya montado alguna vez.
GUAYABO. Era un animal hermosísimo. De pelaje colorado oscuro, sus patas eran blancas, al igual que la mancha que adornaba su frente desde el testuz hasta la boca. Sus líneas eran afinadísimas. Cuando galopaba era una sensación notable de felicidad. Como si el cuerpo del jinete ocasional –yo o cualquiera, pues siempre comentábamos lo hermoso que era ese galope- hubiera nacido con conexiones con el animal, lo que me recuerda aquella famosa película.
  Salíamos por el campo cada dos días. Mi tío iba en una yegua blanca y rechoncha que encabezaba las marchas. No podíamos hablarle pues iba contando las ovejas. Mi primo Daniel iba en la Tobiana. Ticoro, un hombre viejo, tuerto, cerraba la marcha junto conmigo. A veces nos acompañaba Leonel, un peón-socio de mi tío que le ayudaba con la quesería. Entre todos remedábamos una especie de compañía de arrieros de medio turno. Salíamos después del ordeñe, como a las ocho, y volvíamos a las doce. A veces había que cruzar la laguna de La Salamanca, que se formaba en un recodo del arroyo Carreta Quemada. Parecía una escena de película yanqui. Mi tío siempre me decía que no le contara a mi madre. Y yo no pensaba hacerlo.
  


miércoles, 30 de julio de 2014

EL PROBLEMA DE LA EVALUACIÓN DE LOS ESTUDIANTES


 Llegado el momento, todo estudiante debe probar que sabe algo. Para ello se han diseñado distintas formas de evaluación que generalmente responden a diversas concepciones del conocimiento, de los saberes, de lo que debe o no ser transmitido y de cómo ha de ser transmitido.
  Pero antes deberíamos plantearnos algunas preguntas.
  ¿Qué es lo que debe ser considerado “conocimiento”?
  ¿Por qué esas cosas lo son y otras no?
  ¿Con qué lógica se eligen esos contenidos y no otros?
  ¿Quiénes son las personas que seleccionan lo que debería transmitirse y lo que no?
  Los estudiantes, ¿consideran relevante lo que reciben en sus horas de estudio?
  ¿Importa, acaso, lo que los estudiantes consideren relevante?
  Y podríamos seguir con una larga lista de preguntas ante las que todos los profesionales de la educación deberían meditar. Preguntas que deberían, además, ser de interés de las familias de los estudiantes.
  Una vez sensibilizados con ellas, iremos entonces hacia el tema de la evaluación. Pertenezco a una generación de estudiantes –aquellos que cursamos la secundaria a fines de la década de los ochenta y a principios de la de los noventa –, en la que la palabra examen tenía un significado muy perentorio. Éramos capaces de pasarnos nuestras buenas ocho horas al día, desde un mes antes, estudiando para el periodo de exámenes obligatorios, que serían como máximo cinco, pues, si habíamos hecho bien las cosas (lo que no siempre ocurría, al menos en mi caso), podíamos exonerar las cinco o seis materias restantes.
  La lógica del examen era bastante sencilla: uno debía estudiar lo que el profesor había dictado en clase, de preferencia con sus propias palabras (las del profesor), y vomitarlo sin digerir de acuerdo a una serie de bolillas que se sacaban de un bolillero. El desempeño excelente radicaba en poder repetirle al profesor lo mismo que él había dicho una vez. Una experiencia que, con un poco de humor, y desde nuestra perspectiva actual, podríamos tildar de ridícula. Un hombre que se cree en poder de cierto conocimiento se lo entrega, cual objeto, a otro sujeto menor en edad y después le pide a éste que se lo devuelva, aunque él ya lo “tiene”… No resiste el más leve análisis.
  Pero hoy el asunto es un poco distinto. El estudiante de secundaria está inmerso en un proceso de evaluación permanente. Lo que es lo mismo que decir que siempre tiene los ojos de sus docentes puestos en su desempeño curricular  y en su forma de comportarse en clase frente a sus compañeros. Diagnósticos, escritos mensuales, pruebas sumativas, parciales de mitad de año, parciales de final de año, trabajos especiales y proyectos constituyen hoy la diversa fauna de criaturas encargadas de adormecer los sentidos críticos del estudiante y, sobre todo, de someterlo a un régimen donde el concepto clave es el control.

  Es muy difícil, entonces, que el estudiante se lance al mundo del conocimiento por puro gusto y por iniciativa propia. Y aun más difícil, por no decir imposible, que deje de lado el recurso de estudiar de memoria para suplantarlo por el del pensamiento creativo. Lo que termina sucediendo es lo de siempre: repetición de conceptos, ejercicios, teorías, etc., que al final no tienen nada que ver con el estudiante. Esos conceptos, ejercicios y teorías pasan por su cabeza como podría pasar un soplo de aire por un tubo de plástico. Nada cambia de estado y concluimos en que, como no se pueden evaluar más que cierto grado de conocimientos concretos, todo lo demás es irrelevante, prescindible. Y en ese “todo lo demás” que el sistema educativo no valora se meten, usualmente, la imaginación, la capacidad creativa, el pensamiento verdaderamente crítico del estudiante y la generación de un conocimiento propio que, como es nuevo, tampoco es “medible”. 

sábado, 19 de julio de 2014

Escrituras del yo (I): MIENTRAS CORRO

What happened to the funny paper?

  Dos veces por semana corro cuatro kilómetros por un camino que aquí llaman de la Costa. Acompaña en paralelo al río San José y luego de dirigirse hacia el este gira hacia el sur para desembocar en la ruta 45.
  Cosas bastante impresionantes han ocurrido allí. De algunas prefiero no hablar. Y prefiero no hablar porque simplemente tengo miedo.
  Eso del miedo es porque elijo una extraña hora entre penumbras para correr.
  En la parte del camino que va de este a oeste, cercano al mojón del kilómetro tres, hay una pequeña construcción que recuerda a un chico que hace varios años murió en un accidente. Las flores están siempre frescas. Me parece ver unas manos de mujer colocándolas en su lugar. Aunque nunca he visto a nadie.

Saw you on the TV station and it made me wanna pray…

  Aprovecho para rezar mientras corro. No lo hago porque sea católico. Lo hago por un simple y genuino temor a Dios. No está de moda el temor a Dios. Y menos si es de los inculcados a puro dogma por una catequista medio maléfica como la que tuve en suerte, aunque la recuerdo con cariño.
  Rezo el Padrenuestro. Después el Avemaría. Después dos oraciones que inventé yo mismo. Termino con el ángel de la guarda. Todo esto no dura más de medio minuto a una dicción mental ultrarrápida, por lo que repito las oraciones en cuatro o cinco series de diez mientras hago todo el recorrido.
  Cuando paso por la pequeña construcción dedico un pensamiento al chico muerto. Iba en moto a trabajar al frigorífico y una vaca se le atravesó. Así de poco trágica puede ser una muerte. Así de vacua e inexplicable.
  Siempre le pregunto a Dios acerca de aquello, mientras le rezo. Y siempre me responde lo mismo: silencio. Hay quienes dirán que eso no es una respuesta. Pero lo es.

I know you from another picture…

  En ocasiones, en vez de correr agarro la bicicleta. Entonces tengo que cuadruplicar el kilometraje. Llego hasta el punto en que el camino dobla hacia el sur y avanzo hasta que termina el bitumen. O sea, seis o siete kilómetros más.
  Odio tener viento a favor hacia el sur, mientras me alejo. Porque el viento a favor te da la sensación de que podés llegar adonde quieras.
  Pero después tenés que volver, querido amigo. Con viento en contra.
  Recuerdo un mediodía soleado con viento a favor. Mi bicicleta es una Seagull china, toda de hierro y con frenos de varilla. En reposo, es de las cosas más pesadas del mundo. Pero andando es otra cosa. Se desliza fácilmente.
  Ese día había resuelto avanzar un poco más allá del bitumen. Cuando iba más o menos la mitad del camino que había planeado pasé por un rancho. Una casa o un rancho. O ambas cosas. Había un transparente justo frente a la entrada principal. Y del transparente colgaba, por su cuello, un lagarto enorme.
  Miré de nuevo para cerciorarme.
  El animal estaba inmóvil. Seguramente el dueño del rancho lo había dejado como advertencia para otros. Aunque no sé si un lagarto puede razonar con la facilidad de aquel hombre.
  Me vino miedo y me di vuelta.


I guess you didn´t see it coming…

  He tenido algunas malas sorpresas en el camino.
  Una vez le pasé por encima, a pocos centímetros, a una serpiente enroscada. El animal pegó el salto en la dirección contraria y quedó desplegada sobre la ruta. No era muy grande pero igualmente impresionaba. Le saqué un par de fotos con mi anterior celular.
  Otro día, en la cabecera de un pequeño puente que hay pasando el segundo mojón, justo en la curva que desemboca en calle Treinta y Tres, habían hecho una macumba. Allí estaban los restos amorfos de una gallina, maíz, bolsas varias, velas derretidas y pegadas a la pequeña vereda del puente. Un escenario ciertamente singular. Recuerdo que esa vez pensé en por qué no volvía a correr en el parque, como el noventa y nueve por ciento de las personas que corren en esta ciudad.
  El parque es un ambiente mucho más civilizado. Un lugar al que uno va y simplemente corre.
  En el Camino de la Costa, en cambio, hay muchas, muchísimas operaciones mentales aguardando. Acechando. Muchas imágenes. Muchas especulaciones. Muchas preguntas.
 

The drift wood in your eyes said nothing short of love for pain

  Una gallina en un rito es algo extraño, pero algunos pueden tolerarlo.
  Un lagarto colgado del cogote, si es el lagarto que te come las gallinas, puede pasar.
  Pero en el camino hay algunas cosas peores. Porque cada tanto, flotando en el curso de agua que pasa debajo del puente, puede verse una bolsa de plastillera atada por la boca. Son perros. Probablemente cachorros que alguien no quiere cuidar. Les pegan con un palo en la cabeza, los meten a la bolsa y los arrojan. Y nadie los saca del agua.
  Intento hablar con Dios de nuevo. Sé que hay otro silencio esperándome por algún lado, y lo quiero.
 
We used to read the funny papers.

  Siempre escucho a los Red Hot Chili Peppers mientras corro o ando en bici.
  Hubo una época para las otras bandas. Sobre todo los Gun´s, que me acompañaron en aquellas corridas juveniles en pos de un esquivo puesto entre los cinco titulares de los varios cuadros de básquetbol en los que intenté jugar. También, mucho más tarde, habría lugar para U2, los Cranberries, REM.

  Pero desde hace ya varios años ningún álbum es tan bueno para correr como el Stadium Arcadium. Aunque el I´m with you se la emparda.