jueves, 13 de agosto de 2015

MIGRAR


Hay algo extraño en la forma en la que los países nos relacionamos. Hay algo injusto. No voy a descubrir nada si digo que la actitud de Europa de cerrarse sobre sí misma es una actitud injusta y peligrosa. Claro que no es peligrosa para los europeos. Es peligrosa para los cientos de personas que todos los días intentan llegar a sus costas provenientes del norte de África. Personas en tan miserables estados de pobreza que prefieren arriesgar sus vidas a continuar viviendo de esa forma.
El problema tal vez no sean las personas comunes, las personas a las que, salvando las enormes distancias, podríamos llamar personas como uno. El tema está en las altas cúpulas que siguen considerando que los habitantes de los países que ellos gobiernan son preferibles a los habitantes de cualquier otro país. Es un conflicto entre pobres y ricos y la base del conflicto es que los ricos no quieren compartir la fuente de su riqueza con los pobres.
Si lo ponemos en una perspectiva histórica, las relaciones entre lo europeo y lo que no es europeo siempre han sido tensas. Los vikingos, que con Erik el Rojo navegaron las regiones del Atlántico Norte y llegaron a Groenlandia, luego, con Leif Erikson (hijo de Erik, como indica la composición de su nombre), se proyectaron hacia lo que hoy es Norteamérica y se establecieron allí a explotar las riquezas naturales, sobre todo los cueros, y a comerciar de forma incipiente con los nativos, como lo demostrarían algunos hallazgos de monedas nórdicas en sitios arqueológicos de la región. Pero en todo caso, y aunque los vikingos solían ser bastante brutales, no llevaban como objetivo primario la conquista del nuevo territorio ni la imposición en él de su antigua religión.
Quinientos años después los españoles iniciarían el proceso de expansión y conquista más sanguinario de la historia de la humanidad. Los amparaba en sus motivaciones una serie de conceptos religiosos y filosóficos que los hacía verse, a ellos en particular y a los europeos en general, como los representantes de la única forma posible de civilización. Los nativos americanos, que andaban desnudos, eran promiscuos, veneraban dioses falsos asociados a los fenómenos naturales y en algunas ocasiones hasta practicaban el canibalismo, no eran más que animales a los que había que adiestrar y usar y a los que, de paso, podían usurpárseles las riquezas que les pertenecían, incluyendo su oro y sus territorios. Por no hablar de esclavizarlos tranquilamente para que ellos mismos fueran los que proporcionaran su propia fuerza al saqueo que se hacía de sus propios bienes.
Bartolomé de las Casas, un sacerdote defensor de los indios, contó en sus crónicas de aquella época el proceder de los españoles: mediante engaños llevaban a los jefes de las tribus a sus barcos, los capturaban, luego atacaban a la desprotegida tribu, violaban a las mujeres, capturaban a los jóvenes y los sometían al régimen de encomienda. Cuando los reyes españoles se vieron en la necesidad de regular estos abusos se dio pie al inicio del esclavismo negro que trasladó durante varios siglos muchos millones de africanos al nuevo continente.
Luego de los procesos de conquista y colonización sobrevino el de independencia. Ya como países autónomos, estas regiones han recibido durante decenios la emigración producida por las diversas crisis económicas y políticas europeas. Millones de españoles, portugueses, alemanes, ingleses, italianos, irlandeses, han sido acogidos por los países americanos sin ningún tipo de condicionamiento especial y confiando siempre en las posibilidades de crecimiento que estos hombres y mujeres aportarían a las nuevas sociedades en formación. Sobre todo en el problemático periodo que va desde 1870 a 1940, América fue la válvula de escape de Europa y contribuyó a salvar y darle oportunidades a muchos de nuestros abuelos, bisabuelos y tatarabuelos.
La pregunta resulta obvia: ¿por qué el mundo -en pleno Siglo XXI- no es un lugar más abierto a los flujos migratorios? ¿Por qué deben morir en el Mediterráneo, día a día, decenas de africanos cuya única intención al llegar a Europa sería la de prosperar trabajando en aquellas labores que los mismos europeos no querrían realizar?
Quedan abiertas las preguntas.

domingo, 2 de agosto de 2015

LAICIDAD, VELOS Y CUERPOS DESNUDOS


Comencemos por una pregunta sencilla: ¿por qué nos vestimos?
Las respuestas podrían incluir conceptos tales como el abrigo, la protección, las posibilidades de migración y conquista de nuevos territorios. Pero tal vez la respuesta tenga que ver con nuestra forma de organizar el desorden natural de nuestras pulsiones. La vestimenta se convierte entonces en un freno, una primera barrera que la convención social impone a la pulsión reproductiva y una victoria de lo cultural sobre lo que podríamos llamar natural. Porque una cosa es segura: lo “natural” sería que anduviéramos desnudos.
Según el Éxodo (segundo libro de la Biblia), Moisés recibió del propio Yaveh las Tablas de la Ley cuando conducía a su pueblo fuera de la esclavitud en la que los egipcios los habían sumido. Más allá de la lectura religiosa que puede hacerse del relato bíblico, es posible realizar una aproximación de corte más sociológico especulativo. Un pueblo al que se le dice, entre muchas otras cosas, que no debe adorar dioses falsos, que no debe codiciar ni pretender las pertenencias del prójimo (y entre ellas se menciona claramente a la mujer), que no debe robar, cometer adulterio o matar, es un pueblo que adora dioses falsos, codicia lo del prójimo, comete robos, adulterios y asesinatos. Los diez mandamientos del Antiguo Testamento no son solo el pedido del Ser Supremo a sus fieles. También son la manifestación clara de un estado de las cosas que debe ser cambiado para bien. ¿Quién puede dudar de los avances que implicaron para la sociedad del momento la regulación de las relaciones humanas tal y como se visualiza en el texto escrito sobre las tablas de piedra?
Y desde allí en adelante nuestra naturaleza ha cedido espacio ante lo que hemos concebido desde la cultura. La vestimenta es simplemete una muestra ilustrativa de este fenómeno. Y las distintas civilizaciones, culturas y hasta manifestaciones religiosas tienen al respecto algo que agregar. Lo que es tolerable para algunas de ellas no lo es para otras. Nosotros, sin ir más lejos, no podríamos andar desnudos de cuerpo entero o portando solamente adornos en nuestros penes o senos, como lo hacen algunas tribus del Amazonas. Imagínense una reunión política, una velada en el teatro, un partido de fútbol, una clase de la universidad, en esas condiciones. Sin dudas que no sería cómodo para todo el mundo. Y desde esa constatación ya no debería ser un problema imaginar lo que ocurriría si a niñas que profesan el Islam se les obligara a no usar el velo con el que cubren su cabello amparados en un criterio de laicidad que sencillamente está mal enfocado. Porque la laicidad no es, como ha planteado recientemente Julio María Sanguinetti, neutralidad. La neutralidad, al igual que la objetividad de juicio, no existe.
La laicidad en el plano educativo debería ser entendida como un valor que debe resignificarse todo el tiempo con las actitudes de los agentes sociales sujetos a él. De su formulación no deben estar ausentes los intereses de los estudiantes, las familias y los docentes. Desde un punto de vista religioso, la laicidad no implica la negación de los principios de la religión sino la tolerancia hacia los principios, usos y costumbres de otras religiones siempre y cuando estos no atenten contra el bien público. Y así como no se me ocurre que atente contra el bien público la enorme cruz que fue erigida en el gobierno de Sanguinetti para conmemorar la visita de Juan Pablo II, tampoco creo que lo haga el uso del velo por parte de niñas educadas y criadas según los preceptos del Islam y, cabe aclararlo, no precisamente del Islam más radical.
En las sociedades actuales los flujos de migración tienden a enriquecer los paisajes culturales de las naciones. Los inmigrantes deberían ser bienvenidos en nuestro país y nuestro país debería ser lo que, según dicen, fue en el pasado: un espacio propicio para que las personas que han vivido dificultades en sus propios países puedan afincarse y progresar sin hacerle mal a nadie, y sin que nadie se arrogue el derecho de pretender regular sus creencias más íntimas, si es que estas no vulneran los derechos de otros que no las practican. Tenemos, en este punto, la oportunidad de dejar de ser conservadores de la última hora. Por una vez en la vida, convendría tomar esa oportunidad.