viernes, 27 de julio de 2012
Un poco más de opio para los pueblos (sobre La civilización del espectáculo, de Mario Vargas Llosa).
La mirada sobre el mundo que se adivina tras la lectura de este libro es de una amargura impresionante. Todas las cosas en las que Vargas Llosa ha puesto su fe y su labor parecen irse a pique en un mar de fondo signado por la pérdida de valores estéticos, éticos y morales. Ninguno de los campos en los que el escritor peruano se ha movido a lo largo de su dilatada trayectoria como agente de opinión, resulta ajeno a los cambios (casi todos negativos) que implica la llegada de esta última etapa de la postmodernidad. La civilización del espectáculo se constituye en un documento excepcional a la hora de visualizar, con claridad y desde diversos ángulos, las características de una época sin nombre propio. Para ello, el libro presenta textos de diversa factura y extensión, algunos recientes y otros escritos hace ya más de diez años, aunque todos ellos de una flamante actualidad, fieles representantes del malestar intelectual que genera una sociedad en la que las coordenadas culturales han evolucionado –o involucionado- de forma tan drástica en tan corto tiempo.
En el amplio espectro de todo aquello cuyo valor se ha retraído, Vargas Llosa hace un énfasis especial en la situación de la cultura. En este sentido, La civilización del espectáculo propone en su inicio un recorrido por la historicidad de la idea de cultura, reivindicando su acepción más cerrada: “entendida (la cultura) no como un mero epifenómeno de la vida económica y social, sino como realidad autónoma, hecha de ideas, valores estéticos y éticos, y obras de arte que interactúan con el resto de la vida social y son a menudo, en lugar de reflejos, fuente de los fenómenos sociales, económicos, políticos e incluso religiosos.” Toma para ello los aportes previos de T.S. Eliot y de Steiner, pero viaja por Marx y Debord con fluidez y detenimiento para terminar señalando lo que a priori ha sido planteado: no todo lo que brilla es oro, o, mejor dicho, no todo lo que antropológicamente es cultura, es verdadera y legítima cultura.
En esta evolución del sentido de una palabra hacia el vaciamiento de su significado, el autor visualiza el mayor riesgo de los tiempos que corren. En la civilización del espectáculo no hay lugar para la complejidad: todo aquello pasible de ser adjudicado a la cultura se somete al irremisible mandato de entretener burdamente a un público no formado. La “cultura” se ha vuelto un fenómeno masivo a fuerza de simplificar sus contenidos. Cada vez un número mayor de personas adquieren la idea de que lo que hacen o perciben es algo que podría catalogarse como cultura, aunque en sí el valor estético de todo eso que hacen o perciben sea poco menos que nada.
Y así como la palabra cultura ha sufrido una resignificación que para Vargas Llosa es ciertamente negativa, no ha sido éste el único elemento de nuestra contemporaneidad que ha sufrido cambios.
Uno de los temas que el peruano ha abordado con mayor asiduidad tanto desde lo narrativo como desde lo ensayístico ha sido lo sexual. Lo sexual y lo erótico, que para Vargas Llosa es la piedra de toque en lo que tiene que ver con la representación de esa sexualidad asociada a una estética del rito, signada por la cultura. Como este libro está constituido por ensayos recientes intercalados con artículos para El País de Madrid, algunos de los cuales tienen más de una década, varias veces los segundos funcionan como disparadores conceptuales de los primeros, en los que el autor se explaya ahora sin el límite formal de tantos o cuantos caracteres. En el capítulo IV, cuyo significativo subtítulo es “La desaparición del erotismo”, la denuncia se centra en la descripción de dos fenómenos culturales (una tardía exposición de trabajos con motivo sexual de Picasso y el libro La vie sexuelle de Catherine M., de Catherine Millet, verdadero best seller de principios de siglo en el que la autora describe con detalle sus vastísimas experiencias sexuales) y el trazado de una posible relación –no explícita, claro- de estos con la propuesta del año 2009 de la Junta de Extremadura, entonces en manos de los socialistas, de realizar talleres educativos de masturbación enfocados en la población adolescente. Desde su acérrimo liberalismo, Vargas Llosa no tiene nada que oponer a estos talleres. Su objeción va por el lado, otra vez, de lo estético: la desmitificación de la sexualidad, el despojamiento de todo lo que esta tiene de misterioso, de artístico, de simbólico, de secreto goce, eso es lo que el autor denuncia que se ha perdido. La frivolización del sexo, el proceso desenfrenado por el que éste se ha vuelto trivial y alejado de todo misticismo, es también para el autor una pérdida desde el punto de vista cultural y artístico. El sexo apenas como algo más, una de las tantas mercancías al alcance de la mano. Un burdo entretenimiento destinado a diluirse rápidamente en el tiempo. Ya no más el sexo como elemento cultural que puede y debe ser dotado de belleza.
El deterioro en la cultura es el eje por el que se deslizan otros tipos de deterioro, y entre ellos uno que parece preocupar a Vargas Llosa más que ningún otro: el de la labor política.
Tal vez no sin recurrir a la memoria personal de pasados tiempos electorales que lo tuvieron por protagonista en su Perú natal, el autor deja clara una verdad que, una vez explicitada, al lector podría parecerle evidente: el quehacer político, mal pagado a todos los niveles y ciertamente desprestigiado por infinidad de episodios de corrupción, ya no atrae a los mejores ni a los más cultos. El creciente desinterés de la sociedad en lo político y en su forma de resolver la problemática social, desinterés que se plasma en los más diversos comentarios negativos sobre los políticos de todo occidente, ya no es privativo de los países con raíz latina. Incluso los países de raigambre anglosajona han sucumbido recientemente a la andanada de desprestigio mediático. Los medios de comunicación han sido los responsables de poner en funcionamiento un mecanismo perverso que ya ni siquiera busca la difusión de la verdad sino apenas suscitar en el público la sensación de haber sido bien entretenido durante los minutos que la noticia ocupó como prioridad informativa. La noticia política adquiere carácter de tal sólo si antes ha pasado por el cernidor que sirve para separar lo divertido de lo que no lo es.
Otro de los temas que aborda el autor es el de las revueltas en el mundo árabe. Es aquí donde el texto se vuelve quizás un poco previsible: desde la óptica de un liberal consumado, occidente debe apoyar todo intento de democratización. Así dicho, seguramente suena mejor de lo que podría resultar.
En definitiva, La civilización del espectáculo es un libro ambicioso y combativo, con muchas ideas girando en torno al pensamiento de que el deterioro en la cultura genera otros deterioros más dolorosos y, sobre todo, peligrosos. Como ha dicho el también peruano Alonso Cueto, en los tiempos que corren, se trata de un libro por cierto transgresor.
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