Pero antes
deberíamos plantearnos algunas preguntas.
¿Qué es lo
que debe ser considerado “conocimiento”?
¿Por qué
esas cosas lo son y otras no?
¿Con qué
lógica se eligen esos contenidos y no otros?
¿Quiénes son
las personas que seleccionan lo que debería transmitirse y lo que no?
Los
estudiantes, ¿consideran relevante lo que reciben en sus horas de estudio?
¿Importa,
acaso, lo que los estudiantes consideren relevante?
Y podríamos
seguir con una larga lista de preguntas ante las que todos los profesionales de
la educación deberían meditar. Preguntas que deberían, además, ser de interés
de las familias de los estudiantes.
Una vez
sensibilizados con ellas, iremos entonces hacia el tema de la evaluación.
Pertenezco a una generación de estudiantes –aquellos que cursamos la secundaria
a fines de la década de los ochenta y a principios de la de los noventa –, en
la que la palabra examen tenía un
significado muy perentorio. Éramos capaces de pasarnos nuestras buenas ocho
horas al día, desde un mes antes, estudiando para el periodo de exámenes
obligatorios, que serían como máximo cinco, pues, si habíamos hecho bien las
cosas (lo que no siempre ocurría, al menos en mi caso), podíamos exonerar las
cinco o seis materias restantes.
La lógica
del examen era bastante sencilla: uno debía estudiar lo que el profesor había
dictado en clase, de preferencia con sus propias palabras (las del profesor), y
vomitarlo sin digerir de acuerdo a una serie de bolillas que se sacaban de un
bolillero. El desempeño excelente radicaba en poder repetirle al profesor lo
mismo que él había dicho una vez. Una experiencia que, con un poco de humor, y
desde nuestra perspectiva actual, podríamos tildar de ridícula. Un hombre que
se cree en poder de cierto conocimiento se lo entrega, cual objeto, a otro
sujeto menor en edad y después le pide a éste que se lo devuelva, aunque él ya
lo “tiene”… No resiste el más leve análisis.
Pero hoy el
asunto es un poco distinto. El estudiante de secundaria está inmerso en un
proceso de evaluación permanente. Lo
que es lo mismo que decir que siempre tiene los ojos de sus docentes puestos en
su desempeño curricular y en su forma de
comportarse en clase frente a sus compañeros. Diagnósticos, escritos mensuales,
pruebas sumativas, parciales de mitad de año, parciales de final de año, trabajos
especiales y proyectos constituyen hoy la diversa fauna de criaturas encargadas
de adormecer los sentidos críticos del estudiante y, sobre todo, de someterlo a
un régimen donde el concepto clave es el control.
Es muy
difícil, entonces, que el estudiante se lance al mundo del conocimiento por
puro gusto y por iniciativa propia. Y aun más difícil, por no decir imposible,
que deje de lado el recurso de estudiar de memoria para suplantarlo por el del
pensamiento creativo. Lo que termina sucediendo es lo de siempre: repetición de
conceptos, ejercicios, teorías, etc., que al final no tienen nada que ver con
el estudiante. Esos conceptos, ejercicios y teorías pasan por su cabeza como
podría pasar un soplo de aire por un tubo de plástico. Nada cambia de estado y
concluimos en que, como no se pueden evaluar más que cierto grado de
conocimientos concretos, todo lo demás es irrelevante, prescindible. Y en ese
“todo lo demás” que el sistema educativo no valora se meten, usualmente, la
imaginación, la capacidad creativa, el pensamiento verdaderamente crítico del
estudiante y la generación de un conocimiento propio que, como es nuevo,
tampoco es “medible”.
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