domingo, 9 de enero de 2011

LITERATURA Y OTRAS COSAS DE LA VIDA


Literatura, erial, vergel, Arvelo Torrealba, Voltaire, Mauron, Morin, cooperativa de viviendas, mito sucinto y víboras.

Vivir en una cooperativa de viviendas tiene sus cosas hermosas y sus cuestiones de compromiso. Dentro de estas últimas se encuentra el hecho de que cada mes debemos realizar dos horas de trabajos de variada especie para el bien común. Eso implicó que entre las 11:15 y las 13:15 de este sábado 8 de enero quien suscribe, azada en mano, se viera enfrentado a varias vicisitudes tanto externas como internas.
La primera de estas vicisitudes fue la soledad. Mis compañeros de cuadrilla ya habían hecho su trabajo en el correr de la semana y disfrutaban ahora del descanso, los más afortunados en el este del país. Pero la soledad es un estado del que no rehuyo. Más bien que lo busco. Claro que es mejor trabajar en equipo, pero bien…
Mientras limpiaba pajonales, pastizales, chilcas y cardos de la linda de la cooperativa, en la que esta tarea era menester pues pronto acudirán alambradores a colocar el tejido encolumnado que nos separará del campo, me puse a pensar justamente en eso: que nuestra cooperativa da al campo, que no hay nada más allá que no sean vacas y potreros. Como en estos días, además, he revisitado mi relación con el campo, se me ocurrieron varias asociaciones totalmente arbitrarias que aquí dejo plasmadas, por no decir plantadas.

I. El francés Charles Mauron, teórico de la psicocrítica, plantea la pertinencia del estudio literario de determinada obra u autor a través de lo que él denomina su mito sucinto. Este mito sucinto estaría formado por una serie de imágenes, ideas, formulaciones, conceptos, etc., recurrentes (circularmente recurrentes, podría decirse) en la obra en cuestión. Para explicarlo no se me ocurre mejor imagen que aquella otra propuesta por el filósofo (también francés) Edgar Morin, del bucle recursivo, aunque sería una especie de bucle recursivo inconsciente en el que cabría todo lo enumerado antes en relación al mito sucinto.
Esto del mito sucinto y mi trabajo con la azada chocaron en una constatación: la importancia que tiene para mí el ambiente de campo, las faenas manuales, lo poco o mucho que pueda haber aprendido en ese contexto. Y esto no tiene más remedio que reflejarse en mi propia y muy escueta obra de la siguiente manera: en Eldor, por ejemplo, la mayoría de sus cuatro o cinco relatos rescatables se desarrolla en el medio de bosques, arroyos y colinas. En La noche que no se repite hay un intento de robo a una estancia en la zona de Raigón. En Ya nadie vive en ciertos lugares toda la acción se desarrolla en una población de carácter rural. “Monturas”, el cuento aparecido el año pasado en el Cultural, es un cuento de ambiente campero, de tropas y ranchos. Hete aquí mi humildísimo mito sucinto.

II. En eso algo negro y rápido pasa entre mis piernas y se pierde en los pastizales de al lado del alambrado del vecino, un hombre que ordeña a mano y después reparte leche en un carro, a la vieja usanza. El miedo al ataque de algún bicho me volvió a la realidad. Se podrán imaginar que aquello podría haber sido cualquier cosa. Lo más probable es que fuera un apereá. Sin embargo en mi cabeza sólo una criatura tomó forma y esa forma era la de una serpiente. ¿Por qué? Porque hemos encontrado varias en estos dos años, incluso una de ellas en nuestro porche. No es nada descabellado pensar que una de ellas podía estar allí, acechando. Y habiendo leído a Quiroga…
La imagen de la serpiente se me enroscó con unos versos del venezolano Alberto Arvelo Torrealba (se quien ya se comentó en este blog): “y va pisando el erial como quien pisa vergel”. Así iba yo, pisando lo silvestre con el cuidado de quien pisa un cantero plagado de hermosas violetitas de los Alpes. Enseguida la palabra vergel me retrotrajo al final de Cándido y a aquel “hay que cultivar el vergel” con el que el sabio de Voltaire culmina su sátira.
A estas alturas el delirio me ganaba, y todavía faltaba media hora para que terminara la jornada.

III. Por suerte vino Roberto, un vecino, a conversar y a sacarme de mis elucubraciones. Quedamos charlando sobre las horas en secundaria (Roberto, Robertito para los amigos, es profesor de matemáticas). Le pedí que me sacara una foto que atestiguase el momento en el que tantas y tan variadas cosas habían pasado por mi cabeza. De fondo un ternero, que por extrema casualidad acertó a pasar en el momento justo por el lugar indicado.

IV. Voy a dejar las herramientas después de dos horas. Abro la puerta del galpón y ¡zás!: una víbora entre las maderas de un encofrado que ya no usaremos jamás. Bueno, ahí estabas…mito sucinto de mi existencia… Dejé la azada al costado de la puerta y me apresuré a salir. Avisé, claro, a los encargados de los espacios verdes de la cooperativa, pero nadie pareció darle importancia.

lunes, 3 de enero de 2011

ESCRIBIR


Hay una especie de felicidad irracional en el acto de escribir. Ahora mismo experimento esa satisfacción por más que lo que escribo sea esto y no otra cosa. Creo que esa satisfacción irracional tiene una explicación que puede hurgarse, no obstante, en los anales filosóficos del Siglo XX. Me quedo entonces con la formulación de Cassirer del hombre como animal simbólico (en oposición-evolución con aquella otra formulación aristotélica): la razón, de alguna manera, explica lo irracional.

El hombre tiende hacia el símbolo con la misma voracidad genética (a falta de mejor término, claro) con la que ha tendido a vivir en comunidad. Por eso, al experimentar este goce, no hago más que mantenerme fiel a un llamado de la especie.

No hay aquí nada fijo ni claro, nada que soporte la más mínima prueba empírica, nada agarrado a otra cosa que no sea la subjetividad mía. Estas palabras son verdad sólo para mí y para un mí hoy. Porque el acto de escribir y la literatura en general son cuestiones estrictamente fenomenológicas. Lo que para algunos en algún lugar es bueno, para otros en ese mismo lugar o en otro, o para el mismo aún en otro tiempo, puede no serlo. Por esta sencilla razón opinar sobre literatura, es decir, opinar sobre un fenómeno, es opinar sobre la relación de un yo particular transido por las estructuras a priori, delineado por las a posteriori, que además es capaz de producir o desentrañar sentidos. Pocas cosas en el mundo suelen quedar en un espacio tan etéreo, místico y filosófico como la crítica literaria.

El fenómeno de lo que llamamos “Literatura uruguaya” (en adelante sin comillas ni mayúscula) despierta en autores diversos distintas opiniones más o menos irresponsables. Partamos entonces de que a un escritor puede interesarle mantener esa idea que ha vagado en algunas páginas y en muchísimas más conversaciones de boliche de que no existe tal cosa como la literatura uruguaya. Claro que antes habría que definir eso que no existe, soslayando a pura fuerza el problema ontológico que ello implica. Diríamos que en lo académico la literatura uruguaya es aquella iniciada hacia fines del Siglo XVIII (obviamente que entonces no había ni siquiera una leve conciencia de “lo uruguayo”) por algunas jerarquías eclesiásticas, cuyos últimos resoplidos hemos encontrado ahora mismo, en este auge de emprendimientos editoriales que parece llevar a la conclusión de que los escritores escriben para los mismos escritores, es decir, para que otros como ellos los lean, los critiquen, los defenestren, los alaben. Esta afirmación, claro, adolece de la misma irresponsabilidad de la primera citada al comienzo del párrafo. Pero es tan válida como aquella y como el pensamiento de que esta es mejor que aquella, pues quien no sea capaz de ver, de visualizar que sí hay una literatura uruguaya, tampoco será capaz de ver, de visualizar, ninguna literatura española, iberoamericana, rusa. Porque no va en la cantidad ni en la calidad.

Creo que la negación de la literatura uruguaya, la negación sin más, no ya su crítica ni la actitud negativa hacia ciertos autores, movimientos o épocas, es una expresión de deseo fundante. Es decir, hasta aquí, hasta que vine yo a escribir, no hubo literatura uruguaya. Aunque también podría ser una actitud de despecho ante la joven que no termina de aceptarnos, pues muchas veces tal afirmación se encuentra en labios de escritores de poco peso, con poca difusión, cuya ambición sería el aplauso de un público cuya ignorancia hacia ellos y sus escritos es sistemática.
Escribir raro es fácil. Hacerse pasar por escritor raro o enfant terrible de una generación es espectacularmente sencillo. Hoy, en nuestro contexto, basta poner un par de palabras violentas, los correspondientes órganos sexuales y un poco de droga y ya se logra esa actitud. Y vale. Hay un público para todo. Mínimo, por supuesto, pero lo hay.

Volviendo a la cuestión fenomenológica de la literatura: ¿qué hace que un texto parezca notable a unos y execrable a otros? Partiendo de la formulación kantiana, si lo que no cambia es el objeto, lo que marca esa diferencia es el sujeto. Hace más o menos un año una novela de Alejandro Ferreiro a mí me pareció poco menos que brillante mientras que a uno de mis mejores y más confiables amigos relacionados con las letras le resultó “una bosta”. Cuando estas cosas pasan tiendo a desconfiar de mis propias habilidades para detectar lo estético en un libro, sin reparar en que esa detección no es cuestión de “habilidades” racionales sino de sensibilidades educadas o no en ciertos aspectos vitales, psicológicos. Es decir, con mi tendencia al misticismo, a la noche, a lo espiritual, a lo alegórico, es bastante esperable que una novela que mueve esas fibras cuente con mi anuencia. No sólo me puede gustar sino que debe hacerlo. Por idénticas razones, sobre todo porque somos distintos sujetos, es también esperable (y aún más: inevitable) que el mismo objeto reciba aquella metáfora entrecomillada arriba de mi amigo.

Decía entonces, retomando, que una de las posturas más sencillas del escritor es plantarse del lado transgresor y vanguardista y apostar a una literatura cuyo cometido final no sea el mensaje (el símbolo, por volver a Cassirer) sino el canal. Para esta literatura de vanguardias la función poética no importa tanto como la metalingüística. O por plantearlo de mejor manera, la primera está subordinada a la segunda, y como la segunda tiene potestades determinativas sobre la primera, ya no es imprescindible que el mensaje se entienda –mucho menos que se disfrute en el más puro sentido hedonista del término- sino que cumpla con una labor de desestructuración lingüística y, sobre todo, estética. Lamento decir que esta actitud de lo que en algún momento pudo tomarse como valentía ya tiene cien años, mínimo, si nos apegamos a la formulación del primer manifiesto futurista del tan mentado y tristemente célebre fascista italiano apellidado Marinetti. Descuento que quienes anden por estas páginas habrán tenido alguna aunque sea mínima relación con este escritor y sus consecutivos manifiestos, por lo que no me extenderé más en su consideración. Hay muertos que no deseo despertar.

Cuando defiendo el perfil subjetivo de la literatura no estoy más que haciendo lo que se corresponde con mi más íntima convicción. Aún cuando a veces use y abuse de generalidades, rechazo las opiniones generales al hablar de literatura. Rechazo las recetas, las formulaciones tales como: “lo que un autor debe hacer hoy es…”, “la obra que se espera de una generación debería…”, o la notablemente convencida “esto es la literatura”, y así. Tales cosas sólo me revelan cuán distinto es el grado de pensamiento reflexivo que a la tarea de escribir le han dedicado los que las emiten. Otra cosa distinta es decir: “a mí me interesa un escritor que…”, o, tal vez y mejor: “a mí no me interesa un escritor que…”, o “para mí la literatura es no otra cosa que…”. Pero siempre, por delante, el sujeto.

Siempre está la cuestión del tiempo. El del escritor puede llegar a ser importante, no lo niego. Pero, en todo caso, el de este escritor no es más importante que el de cualquiera de sus ocasionales lectores. Cuando me ha tocado firmar libros después de alguna presentación siempre escribo “Gracias por el tiempo”, que es el tiempo que el lector tendrá que dedicar al libro, a lo que alguna vez fue un pensamiento mío, dejando de ver a su hijo, dejando de enamorar a su hombre, dejando de…

¿Por qué escribir?
Mis abuelos tenían un modesto campo con ocho o nueve vacas en un paraje rural a quince kilómetros de San José. Los ranchos eran de barro y había que sacar agua del pozo con un balde y su rondana. Se araba a bueyes, se cazaban liebres y se cuidaban los maizales de los chanchos jabalíes. Cada tanto una víbora aparecía en el patio. En julio y en agosto se carneaba un chancho y una vaquillona y se coagulaba la sangre y se hacían morcillas, codeguines y chorizos que después se dejaban secar colgados de unos varejones en el galpón donde hacía años se pudría un viejo tractor rojo. Me encantaba ir allí de vacaciones y durante los fines de semana. Salía los viernes de tarde y volvía los domingos a la noche. Con mis abuelos vivía el Pocho, un peón que habían criado desde gurí y que nunca los había dejado, ni en las buenas ni en las malas. No hablábamos mucho. Más bien como que cada uno estaba en sus pensamientos y poco más. Yo ordeñaba dos o tres vacas, llevaba la leche hasta el galpón del queso, la echaba en unos latones. Enseguida venía el Pocho y prendía un fuego bajo un trípode hecho de troncos de eucalipto curados y tiznados del que colgaba un tacho. Vertía allí la leche, hacía la cuajada y me dejaba revolviendo el queso por dos horas. Dos horas en las que no veía a nadie, en las que no conversaba con nadie. Escribo, entre otras cosas, para un día poder ponerme en paz con aquel niño rústico que tenía dos horas para pensar y no tenía el lenguaje para hacerlo. Su mirada se perdía entre los grumos de la cuajada que debía mantener sin apelotonar revolviendo desde abajo hacia arriba.
Es decir, escribo para que el sujeto que soy integre al otro que fui.