jueves, 13 de diciembre de 2012

IN MEMORIAM: POLÉMICO RAY BRADBURY (1920-2012) y las minorías

CODA (Texto escrito por Ray Bradbury para la edición de 1979 de su libro Fahrenheit 451, editorial Del Rey). Traducción: Pedro Peña. Hace más o menos dos años, llegó una carta de una joven dama de Vassar, muy solemne, contándome cuánto había disfrutado leyendo mi experimento en mitología espacial, Crónicas Marcianas. Pero, agregaba ella, ¿no sería una buena idea, con el paso del tiempo, re-escribir el libro insertando más personajes y roles femeninos? Unos cuantos años antes, recibí cierta cantidad de correo que concernía al mismo libro acerca de Marte quejándose de que los únicos negros del libro eran los del Tío Tom y preguntando por qué no “los hacía de nuevo”. También en esos días me llegó una nota de un blanco sureño sugiriendo que yo era prejuicioso a favor de los negros y que la historia completa debería ser desechada. Hace dos semanas llegó a mi montaña de correo una pequeña carta de una bien conocida casa editorial que quería republicar mi relato The Fog Horn como material para las escuelas secundarias. En mi relato, yo había descrito un faro que tenía, tarde en la noche, cierta iluminación que salía de él y que era una “God-Light” (N. de T.: Luz Divina). Mirándolo desde la perspectiva de cualquier criatura del mar, uno hubiera sentido que estaba frente a “the Presence” (N.de T.: “la Presencia”). Los editores habían decidido borrar “God-Light” y “the Presence”. Hace unos cinco años, los editores de otra antología para estudiantes de secundaria editaron un volumen con 400 relatos cortos. ¿Cómo puede alguien forzar 400 relatos de Twain, Irving, Poe, Maupassant y Bierce para que quepan en el mismo libro? La simplicidad en sí misma. Desollar, deshuesar, quitar la médula, filetear, poner a calentar, fundir y destruir. Cada adjetivo que podía ser importante, cada verbo que se movía, cada metáfora que pesara más que un mosquito, ¡afuera! Cada comparación capaz de provocar un leve tick en la boca de un idiota, ¡afuera! Cada desvío que explicara la filosofía propia de un escritor de primera línea, ¡perdido! Cada relato, afinado, hambreado, demacrado, desangrado por sanguijuelas hasta quedar blanco, era igual a cualquier otro de los relatos. Twain se leía como Poe, que se leía como Shakespeare, que se leía como Dostoievski, que se leía, al final, como Edgar Guest. Cada palabra de más de tres sílabas había sido rasurada. Cada imagen que demandara tanto como un segundo de atención, tiroteada hasta la muerte. ¿Comienzan a entender esta maldita e increíble imagen? ¿Cómo reaccioné a todo esto? Le prendí fuego a todo. Enviando esquelas de rechazo a todas y cada una. Enviando pasajes a la asamblea de idiotas para los más lejanos confines del infierno. El punto es obvio. Hay más de una forma de quemar un libro. Y el mundo está lleno de gente corriendo por todos lados con fósforos encendidos. Cada minoría, sea tanto Bautista, Unitaria, Irlandesa, Italiana, Octogenaria, Budista Zen, Zionista, Adventistas del séptimo día, Republicanos, Matachines, siente que tiene el derecho, la tarea, de administrar el querosén y encender el tubo. Un mes atrás envié una obra, Leviathan 99, al teatro de una universidad. Mi obra está basada en la mitología de Moby Dick, dedicada a Melville, y trata acerca de la tripulación de un cohete y su capitán obsesionado por el espacio, que van a encontrarse con el Gran Cometa Blanco, y así destruir al destructor. Mi drama fue estrenado en París este otoño. Pero, al menos por ahora, la universidad respondió que difícilmente se atrevieran a llevarla a cabo: ¡no había mujeres en la obra! Las damas feministas de la universidad tomarían sus bates de baseball si el departamento de actuación lo intentara siquiera. Les respondí que, si nos pusiéramos a contar, una gran parte de Shakespeare nunca más podría ser visto, especialmente si contábamos líneas, donde encontraríamos que todo lo que era sustancial generalmente iba a lo masculino. Este ya es un mundo loco, y se volverá peor de loco si les permitimos a las minorías, sean éstas enanos o gigantes, orangutanes o delfines, pro-cabezas nucleares o defensoras del agua, pro-computadoras o enemigas de las máquinas, ignorantes o sabias, interferir con la estética. El mundo real es el campo de juego para todos y cada uno de los grupos; su tiempo para hacer y deshacer leyes. Pero la punta de la nariz de mi libro o mi relato o mi poema es donde sus derechos terminan y mi imperativo territorial comienza, rige y reglamenta. Si a los mormones no les gustan mis obras, dejemos que escriban las suyas. Si los irlandeses odian mis Dublineses, dejen que alquilen escritores a sueldo. Si los profesores y los editores de escuelas de gramática encuentran que mis oraciones rompe-mandíbulas hieren sus pequeños dientes de leche, dejemos que coman una torta suave remojada en un té flojo hecho en su propia fábrica sin Dios. Si los intelectuales chicanos quieren recortar mi "Wonderful Ice Cream Suit" para que en vez de “suit” diga “Zoot”, dejemos que se afloje el cinturón y los pantalones caigan. Entonces, enfrentémoslo, la digresión es el alma del talento narrativo. Quítenle la filosofía a Dante, a Milton o al fantasma del padre de Hamlet y lo que quedará no será más que huesos secos. Laurence Sterne dijo una vez: “las digresiones, incontestablemente, son la luz del sol, la vida, ¡el alma de la lectura! Quítenlas y entonces un frío y eterno invierno reinará en cada página”. En suma, no me insulten con las decapitaciones, las cortadas de dedos o los pulmones desinflados que ustedes planean para mis obras. Necesito de mi cabeza para decir que sí o que no, de mi mano para saludar o para hacer de ella un puño, de mis pulmones para gritar o susurrar con ellos. No consiento en ir amablemente hasta un estante, destrozado, a convertirme en un no-libro. Todos ustedes, jueces, regresen a las gradas. Árbitros, a las duchas. Este es mi juego. Yo lanzo. Yo bateo. Yo atrapo. Yo corro las bases. Al atardecer, habré ganado o perdido. Al amanecer, allí estaré otra vez, tratando de nuevo. Y nadie puede ayudarme. Ni siquiera tú.

sábado, 17 de noviembre de 2012

TRADUCCIÓN DE ENSAYO DE ORWELL

Un ahorcamiento de GEORGE ORWELL (Revista Adelphi, 1931) Traducción del inglés: Pedro Peña
Sucedió en Birmania, una húmeda mañana en la estación de las lluvias. Una luz enfermiza, como de un papel de aluminio amarillo, se proyectaba en ángulo sobre los altos muros del patio de la cárcel. Nosotros esperábamos fuera de las celdas de los condenados, una hilera de cobertizos con barrotes dobles, como jaulas de animales pequeños. Cada celda medía alrededor de diez por diez pies y estaba bastante vacía a excepción de un tablón que oficiaba de cama y una jarra para tomar agua. En las celdas unos hombres morenos, silenciosos, se agachaban sobre los barrotes interiores, envueltos en sus frazadas. Estos eran los hombres condenados que debían ser ahorcados dentro de la próxima semana o la siguiente. Un prisionero había sido retirado de su celda. Era un hindú, el débil residuo de un hombre, con la cabeza afeitada y los ojos vagos, líquidos. Tenía un grueso, incipiente bigote, absurdamente grande para su cuerpo, como el bigote de un actor cómico en una película. Seis guardias indios, altos, lo vigilaban y lo preparaban para la horca. Dos de ellos permanecían a su lado sosteniendo sus rifles con las bayonetas colocadas, mientras que los otros lo esposaban, colocaban una cadena entre las esposas y la fijaban a sus cinturones y aseguraban firmes sus brazos a los costados. Se agrupaban muy cerca del prisionero, con sus manos siempre sobre él en una cuidadosa, gentil forma de sostenerlo. Parecían hombres manipulando un pez todavía vivo que pudiera saltar de nuevo al agua. Pero él permanecía casi sin resistencia, con sus brazos rendidos limpiamente a las sogas, como si apenas se diera cuenta de lo que estaba sucediendo. Se hicieron las ocho en punto y un llamado de clarín, desoladamente fino en el aire húmedo, flotó desde las barracas lejanas. El superintendente de la cárcel, que permanecía parado aparte de nosotros, escarbando malhumoradamente la gravilla con su bastón, alzo la cabeza al escucharlo. Era un doctor de la armada, con un bigote gris como un cepillo de dientes y una voz seca. “Por amor de Dios apúrate, Francis”, dijo irritado. “Este hombre ya debía estar muerto a esta hora. ¿No están listos todavía?” Francis, el jefe carcelero, un dravidiano gordo con traje de dril y lentes de oro, sacudió su negra mano. “Sí señor, sí señor”, dijo entusiasta. “Todo está preparado satisfactoriamente. El verdugo espera. Podemos proceder.” “Bien, marcha rápida entonces. Los prisioneros no pueden tomar su desayuno hasta que el trabajo sea hecho.” Salimos hacia la horca. Dos guardias marchaban a cada lado del prisionero, con sus rifles inclinados; otros dos marchaban muy cerca de él, aferrándolo de los brazos y los hombros, como si a la vez que lo empujaran lo sostuviesen. Magistrados y afines, y el resto de nosotros, seguíamos detrás. De repente, cuando habíamos andado unas diez yardas, la procesión se detuvo sin ninguna orden ni advertencia. Algo malo había sucedido –un perro, venido de Dios sabe dónde, había aparecido en el patio. Con una sonora ráfaga de ladridos llegó hasta nosotros y saltó alrededor sacudiendo todo su cuerpo, con un regocijo salvaje al encontrar tantos seres humanos juntos. Era un perro lanudo enorme, mitad airedale, mitad paria. Durante un momento se paseó delante de nosotros y entonces, sin que nadie pudiera evitarlo, corrió hacia el prisionero y, saltando, trató de lamer su rostro. Todos permanecimos horrorizados, demasiado sorprendidos incluso para intentar agarrar el perro. “¿Quién dejó entrar aquí a esa maldita bestia?” dijo enojado el superintendente. “¡Que alguien lo sujete!” Un guardia que se separó de la escolta, cargó torpemente contra el perro, pero éste bailoteó y saltó fuera de su alcance, tomando todo como parte de un juego. Un joven carcelero eurasiático recogió un puñado de gravilla y trató de alejar al perro a pedradas, pero el animal esquivó las piedras y nos siguió de nuevo. Sus ladridos hacían eco en las paredes de la prisión. El prisionero, sostenido por los guardias, miraba todo distraídamente, como si aquello se tratara de otra formalidad del ahorcamiento. Pasaron varios minutos hasta que alguien se las arregló para capturar al perro. Entonces atamos mi pañuelo a su collar y nos pusimos en movimiento una vez más, con el perro todavía gimoteando. Restaban unas cuarenta yardas hasta la horca. Yo observaba la espalda desnuda y marrón del prisionero marchando en frente de mí. Él caminaba torpemente con sus brazos atados, pero aún así estable, con ese paso mecido de los indios que nunca enderezan del todo sus rodillas. A cada paso sus músculos encajaban adecuadamente en su lugar, el mechón de pelo sobre su cabeza bailoteaba de arriba abajo, sus pies quedaban impresos en la gravilla húmeda. Y una vez, a pesar de los guardias que lo sujetaban por los hombros, dio un paso levemente hacia el costado para evitar un charco en el camino. Es curioso, pero hasta ese momento nunca me había dado cuenta de lo que significa destruir a un hombre saludable y consciente. Cuando vi al prisionero dar un paso al costado para evitar el charco, vi el misterio, la horripilante equivocación de cortar una vida cuando está en su plenitud. Este hombre no estaba muriendo. Estaba tan vivo como estamos cualquiera de nosotros. Todos los órganos de su cuerpo estaban trabajando –sus intestinos digiriendo alimento, la piel renovándose a sí misma, las uñas creciendo, los tejidos formándose- todo esto desperdiciándose en una solemne tontería. Sus uñas crecerían todavía cuando se parara encima de la trampilla, cuando estuviera cayendo en el aire con una décima de segundo todavía por vivir. Sus ojos todavía veían la gravilla amarillenta y las paredes grises, y su cerebro todavía recordaba, preveía, razonaba –incluso sobre los charcos. Él y nosotros éramos un grupo de hombres caminando juntos, viendo, escuchando, sintiendo, entendiendo el mismo mundo; y en dos minutos, con un breve golpe, uno de nosotros se habría ido –una mente menos, un mundo menos. La horca se erguía en un pequeño patio, separada de los lugares centrales de la prisión, rodeada de mala hierba. Era una construcción de ladrillo similar a un cobertizo de tres paredes, con una planchada encima, y arriba de eso dos vigas y una barra con la soga colgando. El verdugo, un convicto de pelo gris vestido con el uniforme blanco de la prisión, esperaba al lado de su máquina. Nos saludó con una servil inclinación cuando ingresamos. A una palabra de Francis los dos guardias, aferrando al prisionero más firme que nunca, mitad lo condujeron, mitad lo empujaron a la horca y lo ayudaron torpemente a subir la escalera. Entonces subió el verdugo y fijó la soga alrededor del cuello del prisionero. Nos quedamos esperando a cinco yardas. Los guardias se habían formado en algo similar a un círculo alrededor de la horca. Y entonces, cuando el lazo estuvo colocado, el prisionero comenzó a pedir a gritos por su dios. Era un grito alto y reiterado de “¡Ram! ¡Ram! ¡Ram! ¡Ram!”, no urgente ni temeroso como una plegaria o un grito de ayuda, pero sí continuo, rítmico, casi como el tañido de una campana. El perro respondió al sonido con un gimoteo. El verdugo, todavía parado en la horca, sacó una pequeña bolsa de algodón y la colocó sobre la cabeza del prisionero. Pero el sonido, ahogado por la prenda, todavía persistió, una y otra vez: “Ram! ¡Ram! ¡Ram! ¡Ram! ¡Ram!” El verdugo bajó y quedó listo, aferrando la palanca. Pareció que pasaran algunos minutos. El grito continuo, amortiguado del prisionero, seguía y seguía, “¡Ram! ¡Ram! ¡Ram!” sin decaer un instante. El superintendente, cabeza pegada al pecho, escarbaba lentamente el suelo con su bastón. Tal vez estuviera contando los gritos, permitiéndole al prisionero un número tal –cincuenta, quizás, o cien. Todo el mundo había mudado de color. Los indios se habían puesto grises como café malo, y una o dos de las bayonetas temblaban. Mirábamos al hombre amarrado y encapuchado frente a la caída y escuchábamos sus gritos –cada grito, otro segundo de vida; el mismo pensamiento en todas nuestras cabezas: ¡oh, mátenlo rápido, salgamos de esto, paren este abominable ruido! De improviso el superintendente se decidió. Alzando la cabeza hizo un suave movimiento con su bastón. “¡Chalo!” gritó casi ferozmente. Hubo un ruido metálico y entonces un silencio de muerte. El prisionero había desaparecido y la soga giraba sobre sí misma. Dejé libre al perro que de inmediato se apresuró a la parte trasera de la horca; pero cuando llegó allí se detuvo en seco, ladró y entonces se retiró a una esquina del patio, donde permaneció entre la hierba, mirando temerosamente hacia nosotros. Rodeamos la horca para inspeccionar el cuerpo del prisionero. Se balanceaba con los dedos de los pies apuntando directamente hacia abajo, dando vueltas lentamente, tan muerto como una piedra. El superintendente extendió el brazo con el bastón y empujó el desnudo cuerpo moreno; éste osciló ligeramente. “Él está bien”, dijo. Salió de espaldas de debajo de la horca y lanzó un respiro profundo. Muy de improviso el malhumor se había salido de su rostro. Lanzó una mirada a su reloj pulsera. “Ocho pasadas las ocho. Bien, es todo por la mañana. Gracias a Dios.” Los guardias retiraron las bayonetas y, marchando, se retiraron. El perro, sobrio y consciente de haberse comportado de mala manera, se deslizó detrás de ellos. Salimos del patio de la horca, pasamos las celdas de los condenados con sus prisioneros en espera hacia el patio central de la prisión. Los convictos, bajo el mando de guardias armados de cachiporras, ya estaban recibiendo sus desayunos. Se agachaban en largas hileras, cada hombre sosteniendo una taza de lata mientras dos guardias con baldes marchaban alrededor de ellos sirviéndoles arroz; parecía una escena muy hogareña, alegre, después del ahorcamiento. Un enorme alivio nos había ganado ahora que el trabajo estaba hecho. Uno podía sentir el impulso de cantar, de salir corriendo de repente, de reírse en vos baja. A un tiempo todos comenzamos a parlotear felices, divertidos. El chico eurasiático que caminaba a mi lado señaló el lugar por el que había venido, con una sonrisa cómplice: “Sabe usted, señor, nuestro amigo (quería decir el muerto), cuando oyó que su apelación había sido rechazada, se orinó en el piso de su celda. De miedo. Por favor tome uno de mis cigarrillos, señor. ¿Acaso no admira usted mi nueva cajilla de plata, señor? Estilo clásico europeo.” Varios rieron –de qué, no se supo con certeza. Francis caminaba al lado del superintendente, hablando de forma animada: “Bien, señor, todo ha pasado de la mejor manera posible. Todo fue terminado así, rápido. No es siempre así… ¡oh no! He conocido casos en los que el doctor se ha visto obligado a ir detrás de la horca y tirar de las piernas del prisionero para asegurar el fallecimiento. ¡De lo más desagradable!” “¿Escabulléndose, eh? Eso es malo,” dijo el superintendente. “Agh…, señor, ¡es peor cuando se ponen rebeldes! Un hombre, recuerdo, se pegó a los barrotes de su celda cuando fuimos a buscarlo. Usted apenas creerá, señor, que fueron necesarios seis guardias para moverlo de su sitio, tres en cada pierna. Tratamos de razonar con él. ‘Mi estimado amigo’, le dijimos, ‘¡piense en todo el dolor y el problema que nos está causando!’ Pero no, no escuchaba. Agh, ¡fue muy problemático!” Me encontré riéndome animadamente. Todos estábamos riendo. Incluso el superintendente sonreía abiertamente, tolerante. “Ustedes mejor deberían salir a tomarse un trago,” dijo de muy buena manera. “Tengo una botella de whisky en el auto. Podríamos arreglarnos con ella.” Traspasamos las dobles puertas de salida de la prisión hacia la calle. “¡Tirar de las piernas!” exclamó de repente un magistrado birmano, e irrumpió en una risa sonora. Todos comenzamos a reír de nuevo. En ese momento la anécdota de Francis resultaba extraordinariamente divertida. Tomamos tragos juntos, tanto los nativos como los europeos, muy amigablemente. El hombre muerto estaba a cien yardas de nosotros.

sábado, 28 de julio de 2012

Nueva novela policial: TAMPOCO ES EL FIN DEL MUNDO

Hace un tiempo empecé a escribir historias que podríamos catalogar, y así lo han hecho algunos, como policiales. Sin embargo, en lo que a mí respecta, sólo puedo decir que mi aspiración al escribirlas ha sido proponerme ejercicios creativos relacionados a ciertas formas del realismo, incluso del naturalismo y del realismo sucio (cuya primera muestra seguramente fue La noche que no se repite, editada en Perú hace dos años por los amigos de Ediciones Altazor). No hay allí innovación alguna en los aspectos formales, pero tampoco hay énfasis en los consabidos mecanismos de la trama pertenecientes al subgénero policial. O al menos no los hay desde la conciencia. La escritura de estas novelas policiales para la Colección Cosecha Roja de Estuario Editora (HUM), de las que la primera ha sido Ya nadie vive en ciertos lugares, ha convivido en el tiempo con la escritura de una serie de cuentos de tema mítico (yo llamo a esta serie Remitificaciones) que abarca algunos relatos con personajes de la mitología nórdica, otros pertenecientes a la mitología griega y otros del ciclo mitológico azteca, sin dejar de mencionar un relato que he llamado “El Dios Verde”, proveniente de la estricta realidad histórico-mítica de los pueblos uruguayos del litoral (estos cuentos saldrán a la luz durante 2013, según los planes de la editorial con la que trabajo). También con la escritura de una novela un poco más extensa de corte apocalíptico, que avanza de forma lenta pero segura, y con la revisión de una serie nueva de cuentos eldorianos. O sea, no he priorizado significativamente la escritura de tema o corte policial sino que la he intercalado con otras tareas, otros intereses. El personaje que unifica estas novelas es un conocido de algunos de ustedes, Agustín Flores, de quien no diré demasiado, esperando que tal vez alguien se interese y lo conozca de la mejor manera: leyendo lo que le pasa. Los temas abordados en cada una de las novelas son aquellos que de alguna manera u otra me conmueven desde hace algún tiempo: los crímenes demasiado violentos (¡vaya extraña categorización!), la dinámica de la venta de drogas, las fugas (tengo cierta tendencia a comprender a quien se fuga de la autoridad, como queda claro en No siempre las carga el diablo, las coincidencias de corte trágico. Hace unos meses, mientras delineaba la tercera novela con Agustín Flores como protagonista, me ocurrió algo ciertamente llamativo. Coincidí (hablando de coincidencias, aunque esta no es trágica sino todo lo contrario) en el ómnibus de regreso a San José con un viejo conocido mío de otras épocas, aunque no tan lejanas. Mi conocido, a quien conversar le gusta más que cualquier otra actividad humana, tuvo la feliz idea de sentarse a mi lado, incluso ignorando un grosero fingimiento de mi parte al intentar hacerme el dormido (infructuosamente, gracias a los hados). El hombre, que venía uniformado, se sentó a mi lado y comenzó a preguntar lo clásico: “¿qué es de tu vida?, ¿la familia?, ¿y aquello de los libros? Yo como siempre, en el Penal”. La mención al Penal de Libertad me despertó totalmente. Tenía claro que en la siguiente novela el tema debía ser el de las cárceles. También tenía bien definido el disparador: al periodista y escritor Agustín Flores le sería encargado un libro con relatos de presos. Y ahora tenía a mi lado a alguien que podía ilustrarme acerca de casi todos los tejes y manejes del ambiente. ¡Y con plena disposición a hablar! ¡Y yo había intentado ignorarlo! (La próxima vez me mostraré más humilde y menos soberbio.) Las siguientes dos horas (gracias a Dios el ómnibus era de camino y paraba muy seguido) me proporcionaron muchísima información de valor acerca de la vida en una cárcel como el Penal. Por supuesto que mi interlocutor se cuidó de mencionar nombres y, por allá como a la mitad de lo que para entonces se había vuelto una entrevista, se dio cuenta de que todo lo que estaba diciendo tenía destino de libro. Incluso me alegré de prometerle que, tras su retiro, le ayudaría a escribir sus memorias como guardia de la cárcel desde el año 1986. La capacidad evocativa de mi fuente, vale decir de mi conocido, demostró ser prodigiosa. Me relató muchísimas anécdotas e historió para mí el proceso de deterioro extremo en el que se fue hundiendo el penal desde hace no tantos años. Pero sobre todo me habló de primera mano acerca de su propia forma de tratar a los presos, una forma nacida del sentido común y de la experiencia y que le asegura a él, en tiempos en los que impera el caos, cierto relativo respeto. Por supuesto que pregunté por cosas que necesitaba saber. ¿Cómo se mueve un preso en la cárcel? ¿Qué puede hacer y qué no? ¿Cómo es que ocurren las violaciones? ¿Cómo se dividen las distintas bandas? ¿Pueden dirigir desde allí lo que ocurre afuera? ¿Cómo es que matan a otros si supuestamente están vigilados durante el día y trancados durante la noche? ¿Cómo es el lugar donde reciben las visitas conyugales? ¿Qué pasa con los abogados? ¿Y con el Comisionado de cárceles? ¿Y con los políticos? ¿Cómo es la interacción entre los presos y los policías que los vigilan? Tenía la idea, el tema y el leit motiv, y ahora, finalmente, me había llegado una información valiosísima y de primera mano. Sólo debía ponerme a escribir, cosa que hice de forma más o menos frenética durante poco más de tres meses, entre diciembre de 2011 y marzo de 2012. En el medio pensé mucho sobre qué es un preso, qué representa un preso para sí mismo y para el resto de la sociedad, y escribí sobre el tema en el Primera Hora de San José y en alguna otra publicación por allí. Creo que en mí latía, y late aún, un miedo secreto: el miedo de convertirme en un preso alguna vez. Recuerdo que el origen de este miedo, tan fuerte en mí hoy en día, fue una conversación con un escribano y ex compañero de clase del liceo y que desde hace unos años trabaja como actuario para el juzgado. Mi amigo dijo en aquella oportunidad algo que desde entonces me genera desazón: “ir en cana es la cosa más fácil del mundo… salir a la calle es una lotería… no sabés si volvés a tu casa o no… de gente normal te estoy hablando… ¿sabés cuántos casos así he visto? Perdí la cuenta.” Y por supuesto que el miedo, para este escritor al menos, es un muy buen combustible. Casi no lo hay mejor. Justo al terminar la novela (ahora sí, una penosa coincidencia trágica) comienzan a ocurrir una serie de sucesos ominosos en el Penal de Libertad, que imagino no habrán sido todavía olvidados, a pesar de que la maquinaria de entretenimiento-información no haga otra cosa que presentarnos todo el tiempo dramas tremendos para sepultarlos a los quince minutos con otros todavía peores. Dentro de todo lo que significaron los motines, los incendios, las muertes, hubo algo positivo: se empezó a hablar de las inhumanas condiciones que hombres y mujeres padecen en el presente en los centros de reclusión más grandes. Y en medio de toda esta polémica de si hay que gastar en los presos o no, de si deben o no pagar por lo que rompen, etc., etc., saldrá a la calle en estos días Tampoco es el fin del mundo, una novela que intenta penetrar ese mundo miserable en el que hemos dejado que se convierta el Penal de Libertad. Por supuesto que esta humilde novela no pretende ser nada más que eso. Pero como autor estoy contento con mi intuición a la hora de escribir una historia con estos vectores, con estas fuerzas, con esta problemática. No hay “mensaje” consciente en Tampoco es el fin del mundo. No hay denuncia social consciente. No hay expresión de opinión consciente. Lo que sí hay es el intento personal de ficcionalizar un ámbito y una forma de vida sobre la que no hay una tradición literaria en nuestro país. Es inevitable mencionar aquí un muy buen libro sobre tema carcelario escrito en Uruguay: Trincheras de Papel, de Alfredo Alzugarat. Pero no es un libro de ficción sino una excelente aproximación a los escritores que surgieron en Libertad (y en otras cárceles) en tiempos de dictadura. De aquel penal lleno de presos políticos que tuvieron en la lectura su único desahogo y que -aun en medio de terribles torturas físicas y psicológicas- fueron capaces de fundar y llevar adelante una biblioteca con varios miles de ejemplares (remito al libro de Alzugarat mencionado arriba), a la realidad actual, parece haber mediado un universo de distancia. De aquella cárcel salió gente que después se dedicó a diversas formas del arte, entre ellas la escritura. Claro que no todos tuvieron esa suerte, pero ante la realidad actual cualquier intento de comparación se vuelve de inmediato obsoleto. Así como creo que Trincheras de papel busca ahondar en las repercusiones culturales de un establecimiento de reclusión en determinada coyuntura, y desde la realidad, Tampoco es el fin del mundo busca, con las herramientas del realismo, reivindicar un terreno donde crear historias, y en este sentido he tenido muy presente la hermosa (y dolorosa) novela El fondo de nadie, de mi amigo, el escritor paraguayo Juan Ramírez Biedermann, que transcurre en una cárcel asunceña de baja seguridad, y de la que también he aprendido mucho. O sea, simplemente, historias. Historias más que nunca actuales. Irremediable y penosamente actuales. Un intento de hacer literatura desde la realidad.

viernes, 27 de julio de 2012

Un poco más de opio para los pueblos (sobre La civilización del espectáculo, de Mario Vargas Llosa).

La mirada sobre el mundo que se adivina tras la lectura de este libro es de una amargura impresionante. Todas las cosas en las que Vargas Llosa ha puesto su fe y su labor parecen irse a pique en un mar de fondo signado por la pérdida de valores estéticos, éticos y morales. Ninguno de los campos en los que el escritor peruano se ha movido a lo largo de su dilatada trayectoria como agente de opinión, resulta ajeno a los cambios (casi todos negativos) que implica la llegada de esta última etapa de la postmodernidad. La civilización del espectáculo se constituye en un documento excepcional a la hora de visualizar, con claridad y desde diversos ángulos, las características de una época sin nombre propio. Para ello, el libro presenta textos de diversa factura y extensión, algunos recientes y otros escritos hace ya más de diez años, aunque todos ellos de una flamante actualidad, fieles representantes del malestar intelectual que genera una sociedad en la que las coordenadas culturales han evolucionado –o involucionado- de forma tan drástica en tan corto tiempo. En el amplio espectro de todo aquello cuyo valor se ha retraído, Vargas Llosa hace un énfasis especial en la situación de la cultura. En este sentido, La civilización del espectáculo propone en su inicio un recorrido por la historicidad de la idea de cultura, reivindicando su acepción más cerrada: “entendida (la cultura) no como un mero epifenómeno de la vida económica y social, sino como realidad autónoma, hecha de ideas, valores estéticos y éticos, y obras de arte que interactúan con el resto de la vida social y son a menudo, en lugar de reflejos, fuente de los fenómenos sociales, económicos, políticos e incluso religiosos.” Toma para ello los aportes previos de T.S. Eliot y de Steiner, pero viaja por Marx y Debord con fluidez y detenimiento para terminar señalando lo que a priori ha sido planteado: no todo lo que brilla es oro, o, mejor dicho, no todo lo que antropológicamente es cultura, es verdadera y legítima cultura. En esta evolución del sentido de una palabra hacia el vaciamiento de su significado, el autor visualiza el mayor riesgo de los tiempos que corren. En la civilización del espectáculo no hay lugar para la complejidad: todo aquello pasible de ser adjudicado a la cultura se somete al irremisible mandato de entretener burdamente a un público no formado. La “cultura” se ha vuelto un fenómeno masivo a fuerza de simplificar sus contenidos. Cada vez un número mayor de personas adquieren la idea de que lo que hacen o perciben es algo que podría catalogarse como cultura, aunque en sí el valor estético de todo eso que hacen o perciben sea poco menos que nada. Y así como la palabra cultura ha sufrido una resignificación que para Vargas Llosa es ciertamente negativa, no ha sido éste el único elemento de nuestra contemporaneidad que ha sufrido cambios. Uno de los temas que el peruano ha abordado con mayor asiduidad tanto desde lo narrativo como desde lo ensayístico ha sido lo sexual. Lo sexual y lo erótico, que para Vargas Llosa es la piedra de toque en lo que tiene que ver con la representación de esa sexualidad asociada a una estética del rito, signada por la cultura. Como este libro está constituido por ensayos recientes intercalados con artículos para El País de Madrid, algunos de los cuales tienen más de una década, varias veces los segundos funcionan como disparadores conceptuales de los primeros, en los que el autor se explaya ahora sin el límite formal de tantos o cuantos caracteres. En el capítulo IV, cuyo significativo subtítulo es “La desaparición del erotismo”, la denuncia se centra en la descripción de dos fenómenos culturales (una tardía exposición de trabajos con motivo sexual de Picasso y el libro La vie sexuelle de Catherine M., de Catherine Millet, verdadero best seller de principios de siglo en el que la autora describe con detalle sus vastísimas experiencias sexuales) y el trazado de una posible relación –no explícita, claro- de estos con la propuesta del año 2009 de la Junta de Extremadura, entonces en manos de los socialistas, de realizar talleres educativos de masturbación enfocados en la población adolescente. Desde su acérrimo liberalismo, Vargas Llosa no tiene nada que oponer a estos talleres. Su objeción va por el lado, otra vez, de lo estético: la desmitificación de la sexualidad, el despojamiento de todo lo que esta tiene de misterioso, de artístico, de simbólico, de secreto goce, eso es lo que el autor denuncia que se ha perdido. La frivolización del sexo, el proceso desenfrenado por el que éste se ha vuelto trivial y alejado de todo misticismo, es también para el autor una pérdida desde el punto de vista cultural y artístico. El sexo apenas como algo más, una de las tantas mercancías al alcance de la mano. Un burdo entretenimiento destinado a diluirse rápidamente en el tiempo. Ya no más el sexo como elemento cultural que puede y debe ser dotado de belleza. El deterioro en la cultura es el eje por el que se deslizan otros tipos de deterioro, y entre ellos uno que parece preocupar a Vargas Llosa más que ningún otro: el de la labor política. Tal vez no sin recurrir a la memoria personal de pasados tiempos electorales que lo tuvieron por protagonista en su Perú natal, el autor deja clara una verdad que, una vez explicitada, al lector podría parecerle evidente: el quehacer político, mal pagado a todos los niveles y ciertamente desprestigiado por infinidad de episodios de corrupción, ya no atrae a los mejores ni a los más cultos. El creciente desinterés de la sociedad en lo político y en su forma de resolver la problemática social, desinterés que se plasma en los más diversos comentarios negativos sobre los políticos de todo occidente, ya no es privativo de los países con raíz latina. Incluso los países de raigambre anglosajona han sucumbido recientemente a la andanada de desprestigio mediático. Los medios de comunicación han sido los responsables de poner en funcionamiento un mecanismo perverso que ya ni siquiera busca la difusión de la verdad sino apenas suscitar en el público la sensación de haber sido bien entretenido durante los minutos que la noticia ocupó como prioridad informativa. La noticia política adquiere carácter de tal sólo si antes ha pasado por el cernidor que sirve para separar lo divertido de lo que no lo es. Otro de los temas que aborda el autor es el de las revueltas en el mundo árabe. Es aquí donde el texto se vuelve quizás un poco previsible: desde la óptica de un liberal consumado, occidente debe apoyar todo intento de democratización. Así dicho, seguramente suena mejor de lo que podría resultar. En definitiva, La civilización del espectáculo es un libro ambicioso y combativo, con muchas ideas girando en torno al pensamiento de que el deterioro en la cultura genera otros deterioros más dolorosos y, sobre todo, peligrosos. Como ha dicho el también peruano Alonso Cueto, en los tiempos que corren, se trata de un libro por cierto transgresor.

jueves, 12 de julio de 2012

Beautiful little Uruguay - Pasado y presente

A este país no lo mueven los grandes cataclismos universales de los terremotos o los maremotos o los huracanes. Lo mueve un cataclismo mayor: un parsimonioso equilibrio. Sobre ese cataclismo pastan mansamente veinticuatro millones de vacas, bueyes y algún que otro toro gordo, gordísimo, con tanta dificultad a la hora de la monta que es necesaria la inseminación artificial. Una prueba de la riqueza lingüística de este país es la gran cantidad de palabras aplicadas, por ejemplo, al concepto de delincuente. Si el delincuente es pobre se le dice “pichi”. Si es de clase media se le llama “ladrón”. Si es de clase alta ya estamos hablando de alguien “con la ciudadanía suspendida”. En el improbable caso de que se les descubra y en el aún más improbable de que se les pruebe, van a parar (sobre todo los pichis) a un penal que lleva el nombre de “Libertad”, para mayor tortura psicológica de quienes allí ingresan. No hay liberales en serio ni comunistas en serio. Los liberales más liberales, antes de perder votos le piden al Estado que salga a cubrir deuda o a financiarla. Los comunistas más comunistas, con tal de no perder votos, reciben con un asado al Presidente Bush. Aquí estamos otra vez frente al cataclismo del equilibrio. A Venezuela no le molesta nuestra tibia izquierda. A EEUU no le importa un comino que representantes de nuestra derecha participen en las convenciones de sus dos partidos principales. Mejor, por supuesto, mientras se eviten los extremismos. Hemos tenido guerras, claro, pero nadie las ha ganado. Sí se han ganado algunas batallas, como la de Las Piedras, que además de aludir al lugar en el que tuvo lugar alude a parte del armamento utilizado. Después vino una guerrita que los historiadores insisten en llamar Guerra Grande cuando sería mucho mejor nombre el de “Guerra Larga” y aún mucho más apropiado el de “Guerra Lenta”. Para ejemplificar lo del principio, ni vencidos ni vencedores. Y como nadie ganó, no es posible hacer una película con esa guerra, lo que al menos nos asegura que esos muertos, aunque no tantos como se hubiera querido, descansen en paz. Y cuando estoy hablando de las guerras me salen al cruce toda esa pléyade de seres fluctuantes entre el heroísmo y el bandolerismo. El primero es aquel blandengue contrabandista. La imagen que todos nosotros tenemos de él sale de dos breves párrafos de Dámaso Antonio Larrañaga en cierta crónica de viaje. Sin embargo ahí está, imperturbable en Purificación, el mítico campamento que era, como su nombre lo indica, el lugar donde algunos cajetillas purgaban sus traiciones. Todos los políticos de todos los partidos se adhieren a sus ideas, aunque ninguno quiera unirse a otras provincias de la Argentina y formar una federación, que era lo que él más quería. Después viene un tal Frutos, cuya mayor muestra de pericia militar fue emborrachar a quinientos indios. Después uno de gallardo porte y admirable bigote: que sí, que no, que sí, que no, que voy, que vengo... Queda por nombrar a aquel libertador, cuyo mayor rasgo distintivo siempre fue su profunda convicción de que las patillas quedaban buenas. A todos ellos se les ha premiado con el nombre de un departamento o de un paraje. Menos al pobre del bigote elegante, claro (que sí, que no…). Pero nuestras gloriosas huestes no se contentaron con la gloria interna, por así llamarla. Llegado el momento partieron al Paraguay y lo invadieron junto a brasileños y argentinos en una guerra un poco robada, un poco abusiva. Una especie de Real Madrid contra Cerrito pero con armas y en la segunda mitad del siglo XIX. Hoy los cuatro países “hermanos” conforman el inocuo MERCOSUR, que si bien sirve de poco, por lo menos previene una nueva guerra. Bueno… no sé… dadas las últimas circunstancias… En aquellos tiempos gobernaba Venancio Flores, probablemente el peorcito ejemplar de nuestra historia lejana. Como corresponde, el departamento que le negamos al del bigote se lo dimos a Venancio, cuyo nombre de pila transmutó después en cierto jugador de fútbol cuya jugada más recordada fue la de tirar un limonazo a la pelota en ciertas eliminatorias ante la desazón del jugador chileno que pifió el tiro libre. Fiel al paradigma del equilibrio, nuestro mayor escritor (así lo ha catalogado cierto director de cierta publicación cultural, lo cual nos impele a no dudar de ello) es un escritor “gris”, un escritor de la “grisura”. El instrumento musical en el que nos destacamos más no es el piano ni el violín ni el arpa (los paraguayos, esos a los que invadimos y a los que les ganamos, se cuentan entre los mejores arpistas del mundo) ni ninguno que implique complejidades innecesarias. Nuestro instrumento es el tambor. Nuestros intelectuales, nuestros artistas plásticos, nuestros filósofos, todos marchan al ritmo del candombe, manifestación musical para la que no es necesario ni siquiera saber lo que significa la palabra pentagrama. Cuando al mundo le va mal, a este país le va bien. En 1930, apenas a unos meses de la crisis económica más importante del S. XX, construimos un estadio, organizamos y ganamos un mundial de fútbol. En 1950, cuando el mundo salía de la segunda guerra mundial y estaba por entrar en la de Corea y en la Fría, ganamos de nuevo. Hoy en día la mayor prueba de que la debacle económica mundial es maravillosamente grande es que a nosotros nos va mejor que nunca. Supuestamente.

lunes, 23 de abril de 2012

PEQUEÑA CONMOCIÓN POR FUGA DE LA LEONA DEL PARQUE RODÓ

Hoy, lunes, sobre las 11 de la mañana, recibí una llamada a mi celular proveniente del editor del diario Primera Hora. El motivo era ponerme al tanto de un fenómeno notablemente singular acaecido durante la mañana y que paso a describir. Otro periodista con el que el editor se encontró por cuestiones profesionales, le cuenta acerca de las varias llamadas recibidas en la radio am más popular del departamento preguntando con preocupación acerca de la situación generada tras la fuga de la leona del Parque Rodó de la ciudad. Tantas llamadas preguntando por lo mismo, algunas de ellas lisa y llanamente informando detalles acerca del asunto, provocaron la necesidad de llamar al Director del área específica, que es Parques y Jardines, una persona públicamente conocida y me atrevería a decir que polémica, que a esas alturas aún desconocía el tema de la fuga de tamaño animal. Permitámonos imaginar durante un segundo la cara de desazón del alto jerarca ante la consulta periodística acerca de un tema serio, grave y peligroso como un animal de esas características suelto en los campos aledaños al parque o lisa y llanamente en la ciudad. Ahora bien… ¿de dónde había salido la información? Hace dos meses, una calurosa tarde de febrero, paseábamos con mi familia por el clásico Parque Rodó de nuestra ciudad. Inevitablemente fuimos a parar a la jaula de la leona. Allí constatamos que el animal no se movía debido al excesivo calor soportado durante ocho o nueve horas de un sol directo y dañino. Escribí algo al respecto para el facebook a ver si había más gente que se prendiera en el asunto. Y la hubo, lo que generó el compromiso de actuar de alguna forma para lograr sacar a la leona de esas condiciones de encierro tan espantosas. El tema del inicio del año, las clases, otros proyectos de escritura, y todas las excusas que a uno se le puedan ocurrir, me han impedido canalizar por la vía correcta una denuncia formal del asunto. Pero el tema quedó anclado, se ve, en alguna parte de mi conciencia y finalmente se abrió paso entre otros muchos devaneos estéticos: ¿por qué no incluir en mi nueva novela por entregas en el Primera Hora la fuga de la leona propiciada por manos anónimas y generando cierto pánico social, siempre a nivel de la ficción? No dudé ni medio segundo, pues además me venía muy a la sazón de lo que en ese momento ocurría con ciertos elementos de la trama de la novela. Pero debía pensar bien cómo narrar ese hecho y lo que se me ocurrió fue hacerlo pasar como una noticia, para lo cual utilicé una fecha de febrero, una foto de la leona que yo mismo saqué con el celular y el nombre del diario Primera Hora. Intuía que no habría problemas con la gente del diario para ficcionalizar con el medio de prensa, y de hecho por supuesto que no lo hubo. Entonces, este sábado pasado, finalmente salió a la luz el capítulo 6 de Marginalia, donde se presenta la “noticia” de la fuga de la leona, que es funcional a la trama. En la ficción creada por mí para la novela, no se conocen los autores materiales del agujero en la jaula y la leona está en algún lugar de los montes aledaños o en la misma ciudad. Muchos curiosos se agolparon en los accesos al parque y fueron desalojados por las fuerzas policiales. Hubo emergencias, bomberos, militares, etc., todos en labores de rastreo. Y obviamente el tema interesó a los medios de prensa nacionales que se vinieron en masa a cubrirlo, creando la tal conmoción. ¡Pero todo esto era ficción! ¡Parte de una novela por entregas! ¡Y así fue presentada en la contratapa, donde quedaba claro el carácter de esas páginas! Lo que no impidió que varias personas se alarmaran, llamaran a una radio y que de la radio se terminara dando un susto de muerte a un director municipal. No puedo evitar reírme a carcajadas, en un principio, como nos reíamos cuando el editor me contaba todo esto. Pero después me digo: ojalá este equívoco, que fue bastante masivo para los niveles de una ciudad chica del interior, de más o menos 30.000 habitantes, nos haga pensar en la leona y en la necesidad de sacarla de tan mala vida, antes que alguien haga en realidad lo que ocurrió, por ahora, sólo en la ficción. ¡Y ojalá alguna gente pudiera leer mejor las cosas!

lunes, 26 de marzo de 2012

BREVE REFLEXIÓN SOBRE EL ACTO DE ESCRIBIR


Escribir es el acto de generar en un posible lector determinadas representaciones mentales. De alguna manera el escritor termina convirtiéndose en la única entidad capaz de penetrar a voluntad en la psique del sujeto destinado a interpretar su mensaje. Cuando alguien escribe, entonces, produce en el otro un fenómeno que en el apuro podríamos catalogar de abstracto pero que tiene lugar gracias a una base biológica que debe existir a priori. Para una decodificación apropiada, entonces, deben confluir un cerebro adecuadamente desarrollado desde el punto de vista fisiológico y una serie de posibilidades lingüísticas adquiridas por ese mismo cerebro a través de diversos caminos: educación, innata sensibilidad, exposición al conocimiento en sus diversas manifestaciones, creación de nuevo conocimiento, etc.
Del grado de complejidad de esas representaciones que un sujeto imagina y convierte en objeto de plasmación artística y otro sujeto interpreta y convierte en imágenes a través de las dendritas apropiadas, surgen los estilos. Dependen estos básicamente del grado de apropiación del lenguaje que posea el escritor y de cómo su sensibilidad o sus conocimientos le ayudan a combinar esas habilidades de las que se ha apropiado mediante el estudio, la corazonada, la exposición a otros autores, afinidades varias.
Las dendritas van especificando sus conexiones de acuerdo a los estímulos que reciben o dejan de recibir. Bien podríamos poner como ejemplo el del músico que se ejercita seis o siete horas diarias en su instrumento y que de pronto, por alguna eventualidad, pasa un largo tiempo sin poder realizar esta labor. En tal caso, las dendritas desarrolladas a base de esfuerzo se retraen y, por decirlo de alguna manera, sus conexiones pasan a ser mucho menos ágiles. Si el tiempo transcurrido es significativamente extenso, lo que se logra es la aparente pérdida de esas facultades artísticas asociadas al instrumento. La latencia de estas facultades bien podría persistir en el tiempo de manera que cuando finalmente el músico pueda retomar su relación con su herramienta de trabajo, la dendrita retraída comenzará lentamente a reaccionar y a recuperar la memoria de sí misma y su función.
Hoy por hoy el escritor, poseedor de una cierta competencia lingüística que podríamos catalogar de bien desarrollada, debe contar con que el lector posea también una competencia similar que le permita operar sobre el texto a nivel de la decodificación. El problema radica en que la masa de personas desde la que debe salir ese posible lector está siendo expuesta a una serie de mecanismos culturales que la vuelven casi obsoleta para los fines interpretativos que el escritor le impondrá a través de la escritura. Volviendo al tema de las representaciones mentales, el riesgo es que al acto de producción de esas representaciones siga un acto de decodificación fallido que, a su vez, las vuelva a ellas mismas obsoletas. O sea, y esto parecerá tal vez obvio, tanto el escritor como el lector, en los términos en que los conocemos, son especies en riesgo. Sobre todo porque se está produciendo el fenómeno de la sustitución de las representaciones mentales por percepciones sensoriales a las que se accede de forma más simple.
Las dendritas del ser humano encargadas de leer están reviniéndose, hasta nuevo aviso.
Lo que de alguna manera significa que las dendritas encargadas de escribir irán, en breve, por el mismo camino.

miércoles, 25 de enero de 2012

UNO DE LOS TIPOS DE ESCRITORES QUE ME GUSTAN


Examinando la cuestión de mis preferencias personales a la hora de la lectura he encontrado sin mucho esfuerzo una idea simple que intentaré desarrollar brevemente. La idea simple es esta: la mayoría de los escritores que leo y releo con placer han tenido una vida azarosa plagada de lo que podríamos llamar padecimientos, esfuerzos, aventuras o conflictos. Ese componente vital se transpone a la creación por diversos mecanismos psicológicos y termina constituyéndose en la materia con la que se construye la obra literaria.
Pondré varios ejemplos, todos bien conocidos: un hombre de 28 años se enfrenta al pelotón de fusilamiento y ve su muerte a la cara. A último momento le conmutan la pena y debe pasar cuatro años de trabajos forzados en Siberia. Siglo XIX.
Siglo XVI. Otro hombre participa de una formidable batalla en el mar y sufre heridas en la mano que terminan provocándole su inutilización. Cuando por fin volverá a su tierra, la nave en la que viaja es secuestrada y el hombre pasa cinco años preso en espera de que alguna alma piadosa pague el rescate exigido desde el norte de África. No se contenta con su suerte: con una sola mano, intenta varias veces escapar. Cuando, ahora sí, unos religiosos pagan su rescate, regresa y tiene varias complicaciones adyacentes derivadas de sus empleos, de su casamiento, de su hija. Pasa algún tiempo en la cárcel.
Otro hombre va al mar y se inhibe de escribir hasta pasados los cuarenta. Otro se enlista como aviador voluntario del Canadá en la Primera Guerra Mundial, cuando volar aviones no era para cualquiera. Otro se vuelve salteador de caminos en la Francia del Siglo XV. Otro trepa un castillo italiano y es derribado y muerto por una piedra que le cae desde la almena a la que pretende conquistar. Otro se va a la China, exiliado religioso, y se vuelve arqueólogo. Otro padece miserias en un destacamento en la India mientras intenta sofrenar su odio hacia lo que se ve obligado a hacer.
Otro va a pelear a la guerra de Grecia. Otro muere en su velero soportando una tormenta.
Estas experiencias al límite acercan al ser humano algo que bien podríamos llamar conocimiento. ¿Quién mejor que Dostoievski para mostrarnos lo que se siente cuando uno sabe que camina hacia la muerte?
Y aquí interviene otro elemento de análisis: la forma y su interrelación con la materia. Apropiarse de una forma o de unas formas o del conocimiento de las formas es algo inevitable para el lector frecuente. Maravillarse ante el rompimiento de esas formas a través de mecanismos lógicos desarticuladores es el paso siguiente sin dudas, y sigue siendo parte de lo previsible y lo esperable. Ha ocurrido esto en la literatura desde Sófocles hasta ayer mismo. Una forma la genera cualquiera (basta con pensar y con la ilación del pensamiento para que haya forma, ¿o alguien puede pensar sin crear forma?), la rompe cualquiera (basta con derivar el pensamiento hacia lo que se piensa y cómo se piensa, eso es todo), pero no la completa cualquiera. Lamentablemente para el ser humano, el camino del dolor, de la escasez, del sufrimiento, es también el camino del conocimiento a ser significado en la obra. Es el conocimiento de un límite físico y psíquico que muchas veces se traspone y del que se vuelve distinto. Los escritores apenas aludidos en este breve texto han transitado ese camino vital y ese tránsito ha generado una escritura potente, cargada de significaciones que parten de la experiencia propia y no de otra cosa.
Este es uno de los tipos de escritores que me gustan. Tal vez el que me gusta más. Hay otros, como por ejemplo el integrado por esos cuyos padecimientos, cuyas aventuras, miran hacia adentro y de los que Artaud es paradigma en el Siglo XX, aunque ejemplos como Artaud podríamos citar quince o veinte. Están también aquellos que no son aceptados en un principio por la tradición canónica pero cuyas obras terminan imponiéndose debido a su calidad o a la fortaleza de su planteamiento. Sor Juana es, me parece, la persona en la que pienso cuando pienso en estos últimos. Pero también Santa Teresa o San Juan de la Cruz.
¿Y en nuestro país?
La historia de este pequeño país es una historia pequeña. Nuestro país es un país nacido por voluntad de los ingleses (por más que Acevedo Díaz le haga decir a Lavalleja en una de sus novelas que los orientales no quieren ser más que orientales…). Somos una criatura adolescente, inocua en el plano de las letras. Nuestra experiencia literaria es infantil y nuestro mito heroico es futbolístico. Paco Espínola, en carta a Vaz Ferreira desde la cárcel de Colonia, contaba las dos horas que pasó tendido en la tierra en el poco menos que insignificante combate de Paso Morlán y eso le parecía una hazaña pasible de ser parangonada con la heroicidad de otros, pues siguió contando esa anécdota hasta el final de su vida. Salvo en la pasada dictadura, donde el padecimiento generó algunos –pocos nomás- escritores de peso (pienso en Liscano, en primer lugar), no parece ser que estemos en el lugar indicado para la generación de este tipo particular de escritores que me gustan… Aquí es más probable encontrarnos al clásico y recontraclásico reventado, relector, freakie post posmoderno de variados entretenimientos, que mientras no vive, no sufre, no padece miserias (ni hacia afuera ni hacia adentro), intenta escribir sobre cosas de las que tal vez leyó algo pero que sin dudas no conoce de primera mano. Y esa impostación, ese querer hacerse el que se sabe algo que no se sabe… resulta penoso de ver.

martes, 24 de enero de 2012

RECUERDOS DE MI OTRA VIDA (II): Lake of the Woods


El lago de los bosques tiene centenares de islas desperdigadas en una superficie tan extensa como alguno de los departamentos más extensos del Uruguay. Se genera allí una especie de microclima muy variable por lo que los pronósticos rara vez son atendibles por más de 24 horas. Es posible salir a andar en canoa en una mañana clarísima y diáfana para tener que ser rescatado al mediodía del medio de un lago turbulento totalmente electrificado por una circunstancial tormenta. La circulación por las islas debe hacerse sí o sí mapa en mano, junto a una brújula que interactúa con el mapa al apoyarse directamente sobre él en una de sus esquinas, dando siempre el norte, tras lo que el viajero debe calcular la dirección a seguir tras calcular los grados que la indican. Parece complicado, en primera instancia, pero no lo es en absoluto una vez que se ha aprendido y se ha entrenado.
A los efectos de ese entrenamiento, contábamos con una semana que, justamente, se llamaba “the training week” y que no era otra cosa que una seguidilla de pruebas físicas, de experticia en primeros auxilios y aprendizaje y uso de embarcaciones en situación de rescate en lago abierto. De la primera semana de entrenamiento salí bastante maltrecho en el rostro (haciendo el famoso “piano keys” con unos diez kayaks, me zambullí de forma vehemente al saltar del último y mi rostro aterrizó en la gruesa arena del fondo…), aunque también bastante fortalecido. Tanto que me era impensable pasar un día sin sacar una canoa e irme hasta algunas de las islas aledañas al campamento (en las que, a escondidas de los supervisores, aprovechaba a fumar).
Generalmente los usuarios del campamento pasaban dos semanas allí, ingresando un lunes y partiendo el viernes de la semana siguiente. El primer sábado iniciábamos una suerte de travesía de cinco días fuera de la isla que culminaba el segundo miércoles. Una vez que salíamos debíamos cumplir a rajatabla con un itinerario prefijado por la dirección del campamento, lo que facilitaría las labores de los rescatistas, si resultaba necesario acudir a ellos. Y los motivos para este acudimiento podían ser miles: ataques de osos, tormenta en lago abierto, extravío del rumbo, complicaciones de salud y cosas por el estilo. Una vez situados en una isla, procedíamos a la exploración de la zona donde nos quedaríamos buscando, justamente, no coincidir con osos o, lo que era ciertamente, peor, seres humanos complicados, alcoholizados, cazadores, etc., mucho más difíciles de manejar que los típicos animales. El criterio era siempre pensar en la seguridad primero. Una vez seguros, armábamos las carpas y el lugar para cocinar. Contábamos los alimentos y los asegurábamos lejos del alcance de alimañas más pequeñas. Nos distribuíamos tareas y salíamos en búsqueda de la diversión, que básicamente, en aquella situación, consistía en encontrar una roca de cuatro o cinco metros de altura a la que se pudiera llegar caminando y que diera directamente en picada al lago. Una vez localizada, uno de nosotros debía chequear que fuera hondo el lugar por donde nos dejaríamos caer. Este cuidadoso proceso llevaba alrededor de una hora, pero después venía lo bueno: había que trepar hasta la roca, tomar coraje (y ciertamente, a pesar de ser el líder guía de la expedición, yo nunca era de los primeros…) y arrojarse al agua, no sin antes recordar que la única forma de caer permitida por las reglas del campamento era en la clásica posición de soldadito, es decir, manos a los costados y con las piernas que deberían entrar al agua antes que nada. Parece fácil decirlo, sí, pero hacerlo era bastante más complejo. Las piernas, si no quedaban bien puestas después del paso al vacío, podían quedar abiertas y entonces el golpe del agua… podía resultar ciertamente incómodo.
Eso duraba hasta la tardecita. Regresábamos a las carpas y preparábamos la cena y volvíamos a la roca, esta vez abrigados, pues la diferencia entre la temperatura de la tarde y de la noche siempre era demasiada, y nos quedábamos allí un par de horas más, siempre con las esperanzas de lograr ver la hermosísima aurora boreal y los juegos luminosos increíbles e impredecibles que su luminiscencia fosforescente trazaba en el cielo en cuestión se segundos.
En una ocasión, en una isla que paradigmáticamente se llamaba (y se llama, claro) Big Mosquito, simplemente nos quedamos a dormir en una de esas rocas. A la mañana siguiente, cuando regresamos a las carpas ya para desayunar y volver a partir rumbo a otra isla, encontramos huellas inequívocas del cercano pasaje de un oso pardo. Un pequeño milagro, si se quiere, comparado con el magnífico milagro del tiempo juntos y de las inexplicables luces en el cielo.

martes, 17 de enero de 2012

CARTA AGRADECIMIENTO Y DESPEDIDA A RAMIRO SANCHIZ

Gracias Ramiro por estas palabras y este tiempo dedicado a la labor de situarme en el lugar que me merezco. La verdad es que comparto muchas de las cosas que decís, después de haberlas meditado todo el fin de semana. Uno nunca lo sabe o quizás no quiera reconocerlo, pero es probable que sí sea mediocre y me deje avasallar por la maquinaria del poder letrado y defienda a todos esos que vos decís (para mayor prueba, pronto verás dos prólogos a autores clásicos uruguayos que me tocó investigar). Sí, sos muy inteligente y éticamente irreprochable y seguramente las personas de nuestro medio cultural así lo saben y lo habrán probado.
Repito: gracias por hacerme el favor de ubicarme.
Veo que en tu despedida ya se nota que no hemos de escribirnos ni saludarnos más, así que permitime cerrar con mi total acuerdo a esa propuesta. Sinceramente, dadas tu inteligencia y la forma en cómo te desempeñás que, como dice uno de tus admiradores, pone de rodillas a todos, la verdad es que no quiero confrontar más contigo. Uno debe medir bien sus fuerzas y saber hasta dónde puede ir. Yo fui hasta aquí, porque más fuerzas no tengo, ni intelectuales ni morales. Tal vez no debí meterme contigo, pero no podía saber bien contra qué estaba enfrentándome. Ahora lo voy a decir claramente: estaba enfrentándome a un tipo muy inteligente, muy jugado y valiente. No calcé los puntos, así que me retiro, derrotado, con la cola entre las patas, como hacen los perros cobardes que han sido vencidos por el macho dominante.
Ramiro, la verdad es que mi propia situación me resulta tan enojosa que ni siquiera puedo desearte lo mejor para tu futuro. No de forma sincera, aún. Podría hacerlo de otra forma, sí, pero sería una fallutería. Mejor lo hago cuando realmente sienta que deba hacerlo.
Igual dejo un saludo a mi claro vencedor.
Y por las dudas de malas interpretaciones, este mensaje no encierra ninguna ironía.
Es realmente aliviador dar por terminado todo esto y reconocer que he perdido.

Saludos a todos

jueves, 12 de enero de 2012

Dramático testimonio: "EL CRÍTICO LITERARIO X"


El benemérito crítico literario X comienza su día. Va al baño y siente mucho dolor al orinar, pero no dolor físico sino dolor moral, pues en ese acto se va para siempre algo que hasta entonces lo constituía y que él toma por una gran pérdida. Le gustaría no orinar para que su yo no se diluyera en el Universo de esa forma tan poco honorable, pero ante ciertas cosas no puede. Acto seguido va al espejo, se mira y se golpea la cabeza, pues ha olvidado cambiarlo por uno más grande que refleje mejor su consagrada imagen.
Desayuna, aunque no sabemos qué.
Mientras lo hace revuelve archivos en su laptop. Después busca con cuidado el nombre de su próximo blanco.
En este sentido, X es terrible. No olvidemos que en algún lugar puede leerse que “estudió filosofía en la FHCE”. Claro que no terminó los estudios, pero ese pequeño detalle no parece afectarlo a la hora de considerarse como una de las luminarias más importantes, si no la única, del pensamiento contemporáneo. Si alguien le dice algo, dirá que eso no era para él y que la dejó porque las viejas estructuras lo vencieron y él estaba para otra cosa. Si entonces se le pregunta acerca de por qué incluye esa información en tal lugar, él dirá…bueno… algo dirá, algo demasiado inteligente, por supuesto, porque el quedarse en silencio no es nunca su actitud.
Digámoslo de una vez: la gran mayoría de la gente piensa que X escribe mal. Por lo tanto sólo una pequeña minoría piensa que X escribe muy mal. Él no se encuentra en ninguno de los dos grupos mencionados, así que constituye su propia categoría sin ninguna dificultad, pues él no necesita de nadie.
No necesita de nadie, es verdad, pero igualmente hay algunos de nosotros dispuestos a batirle el parche, vaya uno a saber por qué secreto designio cultural o psicológico.
X no se considera sólo un crítico. Él se considera, sobre todo, escritor. De hecho figura dentro de una clase de escritores llamada “los cirujanos”, o algo así. Temibles. Hay otras categorías tales como los “inocuos”, los “amigos de lo ajeno”, los “glam”, los “librerianos”, “los que se salvaron del naufragio”, “los automasturbatorios” y así… todas ellas generadas por poderosos agentes de la inteligencia cultural.
¿Qué si le han dicho a X que escribe mal? Vaya… sí, claro. Se lo han dicho. Pero X no deja que eso le afecte. Muy por el contrario, cuando recibe una crítica, X, lejos de guardarse a silencio, se desmaña de felicidad bajo el lema “cuanto menos me entiendan, mejor será mi obra”. Porque en esto X es admirablemente tajante: no quiere mejorar.
X no tiene lectores. X forma sus propios lectores. Los forma sometiéndolos a la rigurosa y exigentísima tarea de leer sus artículos, prólogos y reseñas, tras lo cual muchas personas débiles de espíritu han vomitado, metafórica y literalmente.
A X no le interesa generarse un lugar. A X le interesa ocupar el lugar que otros han generado antes. ¿Quiénes serían esos otros? Los nombres irán y vendrán, así que lo mejor será abstraer algunas características comunes de estos antecesores de nuestra sin par figura: 1) estar desconformes, 2) seguir desconformes, 3) hacer de la disconformidad una ciencia, o al menos una disciplina, 4) nunca conformarse sólo con estar desconformes, 5) conformarse sólo consigo mismos. Básicamente eso.
Muchos moralistas inoportunos le han llamado la atención a nuestro héroe por algunas aparentes contradicciones en las que suele incurrir. Por ejemplo, a X no le gusta la editorial BO, lo que no es impedimento para que haya enviado sistemáticamente sus libros al concurso literario organizado por tal editorial. A X no le gusta la periodista cultural Y; sin embargo envía prolijamente encuadernados sus mejores esfuerzos en el terreno narrativo al concurso en el que Y es la jefa del jurado. Ignoramos el porqué de estas contradicciones, pero prevenimos al lector de estas líneas: a X no le gusta que le recuerden esto. Además, tamaña afrenta jamás podrá ir en desmedro de la probidad ética de nuestro homenajeado. Y por si acaso alguna vez pueda ir, que vaya a la cola de otras que irían antes.
Muchos de nosotros creemos que X es ciertamente inteligente. Claro que X no puede rebajarse a demostrarnos su inteligencia en las cosas que escribe, por eso creeremos siempre y sostendremos en consecuencia que escribe mal a propósito. También creemos que su inteligencia radica, sobre todo, en elegir bien a los blancos de sus ataques. Siempre elige escritores mejores que él. Algunos mal hablados dicen que esta postura lo único que hace es asegurarle de pique un amplísimo target... Eso sí… X no se mete con quienes piensa que son igual de mediocres que él. Esos irán cayendo solos, piensa. ¡Su llamado existencial es ir contra los mejores! Sobre todo contra aquellos que han tenido la desgracia de ganarle el consabido concurso justamente a él. ¡Carajo!
X es de los que piensa que citar a determinado autor y el impacto que ese autor generó en él basta para que la gente piense que él es tan brillante como el autor citado.
X piensa que las vanguardias no han pasado.
Para X son novedad algunas cosas que ocurrieron hace más de cien años.
Una vez X estaba leyendo un libro de su autor norteamericano favorito. Sintió ganas de soltar un gas. Aguantó la tacada apelando a sus intrincados mecanismos psíquicos, buscó un bollón, bajó sus pantalones, soltó el gas, lo encerró en el bollón, corrió a buscar su cámara digital, tomó una foto del bollón, la bajó en la laptop, la colgó en su blog y la desparramó en facebook a través de ocho o nueve links bajo el copete de “mi pedo leyendo a Pynchon”. A mí y a otras sesenta y cinco personas nos gustó eso.



Firma: Acólito de X

Nota: acompaña este breve, doloroso e ilustrativo testimonio la imagen del método crítico que X promueve en sus talleres on line de Crítica Selvática.

lunes, 9 de enero de 2012

10 PREGUNTAS DE PERFIL


El diario argentino PERFIL tuvo la gentileza de convocarme a responder sus clásicas 10 PREGUNTAS a través de la periodista Lucía Marroquín. Salió finalmente en la edición de ayer, domingo 8, pero aún no está disponible en la web, así que aquí comparto mis respuestas para los amigos del blog Talón de Ulises y del fb, junto a la foto que acompañó la nota.


10 PREGUNTAS DE PERFIL - Pedro Peña

1. ¿Cuál es el primer libro que recuerda haber leído?
Viaje a la luna de Julio Verne, pero en una versión condensada de esas en las que ciertas manos recortan y acomodan los contenidos para supuestamente acercarlos al público juvenil. Estaba en cuarto año de escuela o algo así y nos obligaban a llevarnos un libro por semana y devolverlo junto a una suerte de registro de lectura… Cosas de otro tiempo, imagino.

2. ¿Cuál es su autor favorito vivo?
Es muy difícil mencionarte sólo uno, pues al menos dos de mis diez o doce escritores favoritos aún viven. Empezaría por Cormac Mc Carthy, que es un narrador sensacional, complejo, con un peso narrativo formidable. Un tipo de escritura que nunca te deja indiferente. Mencionaría también al gran Ray Bradbury, pero aquel de los cincuenta, el de Crónicas marcianas o Las doradas manzanas del sol o Fahrenheit 451.

3. ¿Qué libro se llevaría a una isla desierta?
Esta tampoco es sencilla, pero el libro de libros es el Quijote. Lo llevaría porque me estoy asegurando llevar muchos libros en uno. Y podría releerlo todo el tiempo, porque es un libro raro: siempre que lo leas, será la primera vez que lo leas.

4. ¿Cuál es el último libro que leyó o qué está leyendo en este momento?
Como lector alterno temporadas básicamente ordenadas, en las que empiezo un libro y hasta terminarlo no comienzo otro. Ahora estoy, por razones de trabajo, en el otro extremo, leyendo varias cosas a la vez, penosamente. Lo último que he terminado es El devorador de paisajes, un libro de cuentos de un autor uruguayo emergente, Germán Machado Lens. Y ahora mismo estoy leyendo Cartas de amor para una alumna, la recopilación de correspondencia entre la escritora cubana Dora Varona y el peruano Ciro Alegría (autor de El mundo es ancho y ajeno). Una verdadera delicia para aquellos de nosotros a los que nos gustan los corrillos sentimentales de la literatura. También Bajo el signo de Saturno, una colección de ensayos de Susan Sontag que me acompaña esporádicamente desde hace un par de meses. Y no quiero dejar de mencionar los Collected essays de George Orwell, bellísimas piezas de fino pensamiento.

5. ¿Qué libro reciente no pudo terminar de leer?
La piel del zorro, de Herta Müller, pero no puedo achacárselo a ella… En realidad se perdió de mi biblioteca durante el tiempo suficiente como para que lo olvidara, en uno de esos períodos caóticos, y ahora me da un poco de pereza recomenzarlo. Pero lo haré. Claro que la primera edición es de 1992, pero al castellano su llegada demoró hasta después del Nobel, así que puede decirse que es reciente. Además 1992, en términos de historia de la literatura, es hace diez minutos.

6. ¿Qué libro quisiera releer pronto?
La relectura es algo que me apasiona. Este año releí la saga de Tolkien y me quedó sin releer El silmarilion, del que tengo un gran recuerdo. Ese es el libro que me gustaría releer de inmediato.

7. ¿Cuándo escribe?
De mañana, bien temprano. Dos o tres horas máximo. Siempre despejado y atento, con el mate amargo al lado y con el mayor silencio posible. A veces escribo en el parque de mi ciudad, a la sombra de algún árbol o dentro del auto. Ventajas que dan las nuevas tecnologías.

8. ¿Quién debería ser el próximo Nobel?
Creo que se lo daría a cualquiera de los dos que mencioné en la segunda pregunta. A Bradbury, como reconocimiento a aquellas primeras obras. A Mc Carthy, sin dudas, por el estremecimiento que provocan algunas de sus escenas más magistrales.

9. ¿Cuáles son sus rituales o supersticiones a la hora de escribir?
Más bien ninguno. Sólo estar despejado, claro y descansado. No dejar ningún problema pendiente de resolución. Mucha concentración. Y tal vez algo que estoy empezando a hacer desde hace poco: llevar un diario de escritura, una especie de metanarración del estilo “hoy a tal personaje le pasó esto y aquello…después esto otro… y mañana debería seguir por este lado…etc.”. Me gusta salir a correr después de escribir. Con el vaivén del cuerpo, las ideas se acomodan.

10. ¿Cuál es su comienzo favorito de la literatura universal?
Temo caer en lugares comunes como el comienzo de La Divina Comedia o el del Quijote mismo, que ciertamente me encantan… así que voy a esforzarme por otros… Tal vez lo siguiente: “El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se despertó a las 5:30 de la mañana…” de Crónica de una muerte anunciada de García Márquez. Me parece notable cómo te enlaza con ese primer enunciado y ya no te suelta. En poesía me gustan mucho los dos primeros versos del poema “The two trees” de W. B. Yeats: “Beloved, gaze in thine own heart / The holy tree is growing there…” Ahora, si hablamos de escenas, hay pocos comienzos como el de la novela El país de las sombras largas de Hans Ruesch. Mencionaría también el inicio de El nombre de la Rosa de Eco, con aquellas deducciones de William de Baskerville sobre cierto caballo perdido en el bosque.