martes, 24 de enero de 2012

RECUERDOS DE MI OTRA VIDA (II): Lake of the Woods


El lago de los bosques tiene centenares de islas desperdigadas en una superficie tan extensa como alguno de los departamentos más extensos del Uruguay. Se genera allí una especie de microclima muy variable por lo que los pronósticos rara vez son atendibles por más de 24 horas. Es posible salir a andar en canoa en una mañana clarísima y diáfana para tener que ser rescatado al mediodía del medio de un lago turbulento totalmente electrificado por una circunstancial tormenta. La circulación por las islas debe hacerse sí o sí mapa en mano, junto a una brújula que interactúa con el mapa al apoyarse directamente sobre él en una de sus esquinas, dando siempre el norte, tras lo que el viajero debe calcular la dirección a seguir tras calcular los grados que la indican. Parece complicado, en primera instancia, pero no lo es en absoluto una vez que se ha aprendido y se ha entrenado.
A los efectos de ese entrenamiento, contábamos con una semana que, justamente, se llamaba “the training week” y que no era otra cosa que una seguidilla de pruebas físicas, de experticia en primeros auxilios y aprendizaje y uso de embarcaciones en situación de rescate en lago abierto. De la primera semana de entrenamiento salí bastante maltrecho en el rostro (haciendo el famoso “piano keys” con unos diez kayaks, me zambullí de forma vehemente al saltar del último y mi rostro aterrizó en la gruesa arena del fondo…), aunque también bastante fortalecido. Tanto que me era impensable pasar un día sin sacar una canoa e irme hasta algunas de las islas aledañas al campamento (en las que, a escondidas de los supervisores, aprovechaba a fumar).
Generalmente los usuarios del campamento pasaban dos semanas allí, ingresando un lunes y partiendo el viernes de la semana siguiente. El primer sábado iniciábamos una suerte de travesía de cinco días fuera de la isla que culminaba el segundo miércoles. Una vez que salíamos debíamos cumplir a rajatabla con un itinerario prefijado por la dirección del campamento, lo que facilitaría las labores de los rescatistas, si resultaba necesario acudir a ellos. Y los motivos para este acudimiento podían ser miles: ataques de osos, tormenta en lago abierto, extravío del rumbo, complicaciones de salud y cosas por el estilo. Una vez situados en una isla, procedíamos a la exploración de la zona donde nos quedaríamos buscando, justamente, no coincidir con osos o, lo que era ciertamente, peor, seres humanos complicados, alcoholizados, cazadores, etc., mucho más difíciles de manejar que los típicos animales. El criterio era siempre pensar en la seguridad primero. Una vez seguros, armábamos las carpas y el lugar para cocinar. Contábamos los alimentos y los asegurábamos lejos del alcance de alimañas más pequeñas. Nos distribuíamos tareas y salíamos en búsqueda de la diversión, que básicamente, en aquella situación, consistía en encontrar una roca de cuatro o cinco metros de altura a la que se pudiera llegar caminando y que diera directamente en picada al lago. Una vez localizada, uno de nosotros debía chequear que fuera hondo el lugar por donde nos dejaríamos caer. Este cuidadoso proceso llevaba alrededor de una hora, pero después venía lo bueno: había que trepar hasta la roca, tomar coraje (y ciertamente, a pesar de ser el líder guía de la expedición, yo nunca era de los primeros…) y arrojarse al agua, no sin antes recordar que la única forma de caer permitida por las reglas del campamento era en la clásica posición de soldadito, es decir, manos a los costados y con las piernas que deberían entrar al agua antes que nada. Parece fácil decirlo, sí, pero hacerlo era bastante más complejo. Las piernas, si no quedaban bien puestas después del paso al vacío, podían quedar abiertas y entonces el golpe del agua… podía resultar ciertamente incómodo.
Eso duraba hasta la tardecita. Regresábamos a las carpas y preparábamos la cena y volvíamos a la roca, esta vez abrigados, pues la diferencia entre la temperatura de la tarde y de la noche siempre era demasiada, y nos quedábamos allí un par de horas más, siempre con las esperanzas de lograr ver la hermosísima aurora boreal y los juegos luminosos increíbles e impredecibles que su luminiscencia fosforescente trazaba en el cielo en cuestión se segundos.
En una ocasión, en una isla que paradigmáticamente se llamaba (y se llama, claro) Big Mosquito, simplemente nos quedamos a dormir en una de esas rocas. A la mañana siguiente, cuando regresamos a las carpas ya para desayunar y volver a partir rumbo a otra isla, encontramos huellas inequívocas del cercano pasaje de un oso pardo. Un pequeño milagro, si se quiere, comparado con el magnífico milagro del tiempo juntos y de las inexplicables luces en el cielo.

No hay comentarios: