viernes, 22 de abril de 2016

Aproximación a la segunda parte del Quijote (EBO - 2013)


Hace tres años me tocó hacer una selección de capítulos de la segunda parte del Quijote para Ediciones de la Banda Oriental. También debí escribir una introducción y redactar algunas notas. Aquí está lo que preparé para aquellas ediciones especiales de literatura española que salían con un diario capitalino. 
 
 Introducción

El lector y la obra

La Segunda parte del Ingenioso Cavallero Don Quixote de la Mancha (Madrid, 1615), nos coloca frente a un creador en la plenitud de su arte. Cervantes ha logrado una serie de avances, rompimientos y reestructuraciones formales que harán de su obra la primera novela moderna.
Desde el punto de vista de la experiencia vital, el autor ha sufrido la decadencia de una vejez empobrecida a la vez que ha visto burlada su obra principal a manos de Avellaneda, el autor de un Quijote apócrifo contra el que arremete Cervantes desde el mismo prólogo y en cuanta ocasión se le cuadre. Se trata entonces de lavar la afrenta y cerrar a la perfección una obra que jamás debió ser profanada, pero que, considerando esa profanación, ha tenido en ella una oportunidad para la reflexión así como una fuente importante de inspiradas ironías contra el autor escudado en el seudónimo. El espíritu del prólogo es, por tanto, volver a poner las cosas en su lugar: el Quijote y Sancho son creación de Cervantes. El único autorizado a completar esa creación es el lector.
¿Y qué margen de acción le cabe a este último? El narrador insiste permanentemente en la locura de su personaje. Desde el primer capítulo de la primera parte se vuelve sobre esto, tanto que parecería inútil u ocioso pensar en ello desde otra perspectiva. Pero el lector inteligente al que aspira Cervantes, ese que es capaz de interpretar de forma apropiada la variedad de funciones narrativas de estos personajes (ocasionalmente narradores, narratarios, paranarradores y paranarratarios, por mencionar sólo algunas), tiene en esta continuación de las aventuras de su héroe una larga lista de episodios tras los que queda claro que la locura ya no es la base del engaño. Los capítulos que hemos elegido nos llevan en esa dirección.

Juegos de tiempo y espacio

En el capítulo XXIII don Quijote se dispone a referir sus aventuras en la cueva de Montesinos, a la que ha bajado en el capítulo anterior sostenido por una soga tendida por Sancho y un acompañante, quienes ahora lo escuchan. El personaje se vuelve narrador en primera persona de una aventura con ribetes legendarios que lo enaltecen. El juego temporal y espacial se hace explícito cuando Sancho plantea: “Yo no sé, señor don Quijote, cómo vuestra merced en tan poco espacio de tiempo como ha que está allá bajo haya visto tantas cosas y hablado y respondido tanto”.
Para Sancho, su amo ha permanecido en la cueva poco más de una hora. Para don Quijote, en cambio, han sido tres días. El lector debe realizarse preguntas: ¿es posible que la locura del personaje permita un entramado lógico tan complejo como la narración de los sucesos de la cueva?; ¿qué subyace a las extrañas actitudes y palabras del personaje al salir de allí (final del capítulo XXII)?; si el Quijote no está loco, ¿cuál es el beneficio tras la urdimbre de sucesos tan espectaculares que serán escuchados sólo por dos rústicos?
Por otro lado, es evidente que Sancho ha comprendido rápidamente el manejo de los mecanismos “mágicos” que explican cualquier suceso que les acaezca. Él mismo se ha valido antes de ellos en el famoso episodio del encantamiento de Dulcinea (remitimos al capítulo X de la segunda parte). En el capítulo XLI se pondrá en juego una vez más su capacidad creativa. Se trata de la aventura de Clavileño, enmarcada en la estadía de Sancho y su amo con los Duques. Es necesario antes plantear algunas claves de lectura que pueden encontrarse en los capítulos precedentes. El Duque y la Duquesa están al tanto de las aventuras anteriores del Quijote y de Sancho y por ello han pergeñado una serie de burlas con las que pretenden divertirse a costa de los dos. Una de ellas consiste en la utilización de un caballo fantástico que ha de transportar a los dos protagonistas a su encuentro con Malambruno. El objetivo es vencerlo y restituirles a algunas mujeres de la corte de los duques su apariencia femenina, afectada por barbas producidas tras un supuesto encantamiento. El Quijote y Sancho deben viajar con los ojos vendados, aunque en realidad no se moverán del lugar. Todo el episodio en sí reboza de humor y se remata con un relato de Sancho en el que cuenta cómo se corrió la venda de los ojos y pudo ver el planeta y sus habitantes desde las alturas del cielo para después incluso apearse de Clavileño y jugar con las siete cabritas, a las que además describe puntillosamente. El Quijote desconfía de todo esto, pero recuerda lo sucedido antes en la cueva y la incredulidad de Sancho y aprovecha para sentenciar: “Sancho, pues vos queréis que se os crea lo que habéis visto en el cielo, yo quiero que vos me creáis a mí lo que vi en la cueva de Montesinos. Y nos os digo más”.
Una nueva pregunta podría ser: ¿cómo se construye la realidad?

El legado del personaje

Los capítulos siguientes a la aventura de Clavileño están dedicados a los consejos que don Quijote le ofrece a Sancho ante la inminencia de su cargo de gobernador de la ínsula. Matizados con la característica comicidad de los diálogos entre los dos, pueden leerse como la expresión de las ideas del personaje en algunos temas importantes que hacen a la vida del ser humano.
Los consejos van dirigidos tanto al alma como al cuerpo. Entre los primeros destacan los referentes al acto de dispensar justicia. “Si acaso doblares la vara de la justicia dice don Quijote no sea con el peso de la dádiva sino con el de la misericordia”. ¿Puede haber acaso tema más actual para los lectores del siglo XXI? A poco menos de cuatrocientos años, don Quijote continúa interpelándonos.
Otro abordaje importante es el de la virtud en contraposición a la nobleza heredada. Don Quijote, sin desdeñar de la segunda, toma partido por la primera: “Mira, Sancho: si tomas por medio a la virtud, y te precias de hacer hechos virtuosos, no hay para qué tener envidia a los que los tienen de príncipes y señores, porque la sangre se hereda y la virtud se aquista, y la virtud vale por sí sola lo que la sangre no vale”.
No menos significativos resultan los consejos referentes al cuerpo y el intercambio de palabras sobre los refranes, a los que Sancho acude a cada instante y el Quijote cada vez más seguido.
Poco después Sancho es trasladado hasta la ínsula Barataria, donde gobernará con particular inteligencia. De esa serie de capítulos incluimos el XLV por constituirse en la inauguración del gobierno de Sancho y en una muestra de su inteligencia mediante la resolución de ciertos casos problemáticos. De nuevo se repite el mecanismo de montaje de una realidad fingida. Y de nuevo nuestro personaje es capaz de salir airoso de los desafíos propuestos, sorprendiendo a los fingidores con sus decisiones y actitudes. También es un capítulo rico en posibles relaciones intertextuales. Por su inserción en la estructura narrativa, los tres breves relatos incluidos en él pueden relacionarse, entre otras obras, con el Decamerón de Boccaccio, El conde Lucanor de don Juan Manuel e incluso el Lazarillo. El valor de estas referencias no radica en la originalidad de lo que se cuenta sino en las posibles asociaciones temáticas con las obras mencionadas.
La selección se cierra con los capítulos LXIV y LXXIV. En el primero se narra la derrota de don Quijote a manos del Caballero de la Blanca Luna, personificado por el bachiller Sansón Carrasco. Se trata de un personaje aparecido a comienzos de la segunda parte y al que el Quijote había vencido ya una vez bajo el nombre de Caballero de los Espejos (capítulos XII al XV). En esta oportunidad el combate se decide rápidamente a favor de Sansón Carrasco y el resultado final es, desde un punto de vista simbólico, la muerte de la ficción (o de la locura) a manos de una realidad prosaica, insulsa, triste.
El último capítulo, además de conducirnos a la resolución de la obra, completa el proceso operado en los dos personajes durante toda la novela: la sanchificación del Quijote y la quijotización de Sancho. Los dos personajes han interactuado de tal forma a lo largo de toda la narración que ahora, en el momento final ante la muerte, el espíritu original de cada uno late en el otro. Don Quijote (¿o sería mejor decir Alonso Quijano?) y Sancho juegan a representar, en el último acto, algo completamente distinto a lo que habían sido desde el inicio.
Es la última transformación posible en una novela donde prácticamente todo se transforma.

Pedro Peña

Bibliografía

Ayala, Francisco. “La invención del «Quijote»” en Cervantes, Miguel de. Don Quijote de la Mancha. Edición del IV Centenario. San Pablo, Alfaguara, 2004.
Hauser, Arnold. Historia social de la literatura y el arte, 1951.
Torrente Ballester, Gonzalo. El Quijote como juego y otros trabajos críticos, Barcelona, Destino, 2004.
Hatzfeld, Helmut. El Quijote como obra de arte del lenguaje, Madrid, Instituto Miguel de Cervantes, 1972.
Percas de Ponseti, Helena. Cervantes y su concepto del arte: estudio crítico de algunos aspectos y episodios del «Quijote». (2004) Disponible en edición digital.
Gerchunoff, Alberto. La jofaina maravillosa. Edición digital de la Biblioteca Virtual Cervantes.
Riquer, Martín de. “Cervantes y el «Quijote»” en Cervantes, Miguel de. Don Quijote de la Mancha. Edición del IV Centenario. San Pablo, Alfaguara, 2004.
Riquer Morera, Martín de. Aproximación al «Quijote», Barcelona, 1967.
Vargas Llosa, Mario. “Una novela para el siglo XXI” en Cervantes, Miguel de. Don Quijote de la Mancha. Edición del IV Centenario. San Pablo, Alfaguara, 2004.

jueves, 13 de agosto de 2015

MIGRAR


Hay algo extraño en la forma en la que los países nos relacionamos. Hay algo injusto. No voy a descubrir nada si digo que la actitud de Europa de cerrarse sobre sí misma es una actitud injusta y peligrosa. Claro que no es peligrosa para los europeos. Es peligrosa para los cientos de personas que todos los días intentan llegar a sus costas provenientes del norte de África. Personas en tan miserables estados de pobreza que prefieren arriesgar sus vidas a continuar viviendo de esa forma.
El problema tal vez no sean las personas comunes, las personas a las que, salvando las enormes distancias, podríamos llamar personas como uno. El tema está en las altas cúpulas que siguen considerando que los habitantes de los países que ellos gobiernan son preferibles a los habitantes de cualquier otro país. Es un conflicto entre pobres y ricos y la base del conflicto es que los ricos no quieren compartir la fuente de su riqueza con los pobres.
Si lo ponemos en una perspectiva histórica, las relaciones entre lo europeo y lo que no es europeo siempre han sido tensas. Los vikingos, que con Erik el Rojo navegaron las regiones del Atlántico Norte y llegaron a Groenlandia, luego, con Leif Erikson (hijo de Erik, como indica la composición de su nombre), se proyectaron hacia lo que hoy es Norteamérica y se establecieron allí a explotar las riquezas naturales, sobre todo los cueros, y a comerciar de forma incipiente con los nativos, como lo demostrarían algunos hallazgos de monedas nórdicas en sitios arqueológicos de la región. Pero en todo caso, y aunque los vikingos solían ser bastante brutales, no llevaban como objetivo primario la conquista del nuevo territorio ni la imposición en él de su antigua religión.
Quinientos años después los españoles iniciarían el proceso de expansión y conquista más sanguinario de la historia de la humanidad. Los amparaba en sus motivaciones una serie de conceptos religiosos y filosóficos que los hacía verse, a ellos en particular y a los europeos en general, como los representantes de la única forma posible de civilización. Los nativos americanos, que andaban desnudos, eran promiscuos, veneraban dioses falsos asociados a los fenómenos naturales y en algunas ocasiones hasta practicaban el canibalismo, no eran más que animales a los que había que adiestrar y usar y a los que, de paso, podían usurpárseles las riquezas que les pertenecían, incluyendo su oro y sus territorios. Por no hablar de esclavizarlos tranquilamente para que ellos mismos fueran los que proporcionaran su propia fuerza al saqueo que se hacía de sus propios bienes.
Bartolomé de las Casas, un sacerdote defensor de los indios, contó en sus crónicas de aquella época el proceder de los españoles: mediante engaños llevaban a los jefes de las tribus a sus barcos, los capturaban, luego atacaban a la desprotegida tribu, violaban a las mujeres, capturaban a los jóvenes y los sometían al régimen de encomienda. Cuando los reyes españoles se vieron en la necesidad de regular estos abusos se dio pie al inicio del esclavismo negro que trasladó durante varios siglos muchos millones de africanos al nuevo continente.
Luego de los procesos de conquista y colonización sobrevino el de independencia. Ya como países autónomos, estas regiones han recibido durante decenios la emigración producida por las diversas crisis económicas y políticas europeas. Millones de españoles, portugueses, alemanes, ingleses, italianos, irlandeses, han sido acogidos por los países americanos sin ningún tipo de condicionamiento especial y confiando siempre en las posibilidades de crecimiento que estos hombres y mujeres aportarían a las nuevas sociedades en formación. Sobre todo en el problemático periodo que va desde 1870 a 1940, América fue la válvula de escape de Europa y contribuyó a salvar y darle oportunidades a muchos de nuestros abuelos, bisabuelos y tatarabuelos.
La pregunta resulta obvia: ¿por qué el mundo -en pleno Siglo XXI- no es un lugar más abierto a los flujos migratorios? ¿Por qué deben morir en el Mediterráneo, día a día, decenas de africanos cuya única intención al llegar a Europa sería la de prosperar trabajando en aquellas labores que los mismos europeos no querrían realizar?
Quedan abiertas las preguntas.

domingo, 2 de agosto de 2015

LAICIDAD, VELOS Y CUERPOS DESNUDOS


Comencemos por una pregunta sencilla: ¿por qué nos vestimos?
Las respuestas podrían incluir conceptos tales como el abrigo, la protección, las posibilidades de migración y conquista de nuevos territorios. Pero tal vez la respuesta tenga que ver con nuestra forma de organizar el desorden natural de nuestras pulsiones. La vestimenta se convierte entonces en un freno, una primera barrera que la convención social impone a la pulsión reproductiva y una victoria de lo cultural sobre lo que podríamos llamar natural. Porque una cosa es segura: lo “natural” sería que anduviéramos desnudos.
Según el Éxodo (segundo libro de la Biblia), Moisés recibió del propio Yaveh las Tablas de la Ley cuando conducía a su pueblo fuera de la esclavitud en la que los egipcios los habían sumido. Más allá de la lectura religiosa que puede hacerse del relato bíblico, es posible realizar una aproximación de corte más sociológico especulativo. Un pueblo al que se le dice, entre muchas otras cosas, que no debe adorar dioses falsos, que no debe codiciar ni pretender las pertenencias del prójimo (y entre ellas se menciona claramente a la mujer), que no debe robar, cometer adulterio o matar, es un pueblo que adora dioses falsos, codicia lo del prójimo, comete robos, adulterios y asesinatos. Los diez mandamientos del Antiguo Testamento no son solo el pedido del Ser Supremo a sus fieles. También son la manifestación clara de un estado de las cosas que debe ser cambiado para bien. ¿Quién puede dudar de los avances que implicaron para la sociedad del momento la regulación de las relaciones humanas tal y como se visualiza en el texto escrito sobre las tablas de piedra?
Y desde allí en adelante nuestra naturaleza ha cedido espacio ante lo que hemos concebido desde la cultura. La vestimenta es simplemete una muestra ilustrativa de este fenómeno. Y las distintas civilizaciones, culturas y hasta manifestaciones religiosas tienen al respecto algo que agregar. Lo que es tolerable para algunas de ellas no lo es para otras. Nosotros, sin ir más lejos, no podríamos andar desnudos de cuerpo entero o portando solamente adornos en nuestros penes o senos, como lo hacen algunas tribus del Amazonas. Imagínense una reunión política, una velada en el teatro, un partido de fútbol, una clase de la universidad, en esas condiciones. Sin dudas que no sería cómodo para todo el mundo. Y desde esa constatación ya no debería ser un problema imaginar lo que ocurriría si a niñas que profesan el Islam se les obligara a no usar el velo con el que cubren su cabello amparados en un criterio de laicidad que sencillamente está mal enfocado. Porque la laicidad no es, como ha planteado recientemente Julio María Sanguinetti, neutralidad. La neutralidad, al igual que la objetividad de juicio, no existe.
La laicidad en el plano educativo debería ser entendida como un valor que debe resignificarse todo el tiempo con las actitudes de los agentes sociales sujetos a él. De su formulación no deben estar ausentes los intereses de los estudiantes, las familias y los docentes. Desde un punto de vista religioso, la laicidad no implica la negación de los principios de la religión sino la tolerancia hacia los principios, usos y costumbres de otras religiones siempre y cuando estos no atenten contra el bien público. Y así como no se me ocurre que atente contra el bien público la enorme cruz que fue erigida en el gobierno de Sanguinetti para conmemorar la visita de Juan Pablo II, tampoco creo que lo haga el uso del velo por parte de niñas educadas y criadas según los preceptos del Islam y, cabe aclararlo, no precisamente del Islam más radical.
En las sociedades actuales los flujos de migración tienden a enriquecer los paisajes culturales de las naciones. Los inmigrantes deberían ser bienvenidos en nuestro país y nuestro país debería ser lo que, según dicen, fue en el pasado: un espacio propicio para que las personas que han vivido dificultades en sus propios países puedan afincarse y progresar sin hacerle mal a nadie, y sin que nadie se arrogue el derecho de pretender regular sus creencias más íntimas, si es que estas no vulneran los derechos de otros que no las practican. Tenemos, en este punto, la oportunidad de dejar de ser conservadores de la última hora. Por una vez en la vida, convendría tomar esa oportunidad.

domingo, 26 de julio de 2015

LO REVOLUCIONARIO (pequeño homenaje ultra anacrónico a Francois Babeuf)


F. Babeuf
En 1789 las asambleas representativas del Tercer Estado impulsaron lo que después sería denominado como la Revolución Francesa. Su acontecimiento emblemático ocurrió el 14 de julio de ese año, cuando los revolucionarios tomaron la Bastilla, la cárcel que oficiaba de símbolo del Antiguo Régimen, que hasta entonces no era tan antiguo sino que continuaba ejerciendo un poder casi absoluto. Aunque no la tomaron para liberar ningún preso sino para apropiarse del polvorín que había allí. La nobleza no iba a renunciar tan fácilmente a sus privilegios a favor de una burguesía que cada vez requería mayores potestades. Pero este era el conflicto entre los poderosos. Del otro lado de la calle, los pobres de verdad, tanto de la ciudad como del campesinado, sufrían la escasez de alimentos. No había pan ni cereales, producto de la labor de los acopiadores que hasta ese momento habían especulado vilmente con las crisis agrícolas y el anterior conflicto bélico con Inglaterra.
Entre las causas de la Revolución también pueden citarse los avances en el pensamiento del Siglo XVIII. Rousseau, Diderot, Montesquieu y sobre todo Voltaire, se encargaron de cimentar las bases filosóficas sobre las que los revolucionarios emprendieron la conquista de ciertos derechos universales y desconocidos hasta ese momento. El Deísmo como nueva concepción filosófico-religiosa, que alejaba a Dios de las cuestiones humanas y temporales y lo situaba en una posición de no incidencia concreta, forzó la idea de que los hombres eran todos iguales y que no había entre ellos una diferencia innata que a unos les permitiera reinar y a otros los condenara a la opresión ejercida por los primeros.
Más allá de los violentos vaivenes y de los excesos que caracterizaron los años siguientes, la revolución sería recordada sobre todo por el lema que tomó como ideal: Liberté, Égalité, Fraternité. Aunque cueste, en ocasiones, visualizar dónde quedó la tercera después de la constatación de las decenas de miles de decapitados en la guillotina tras el régimen del Terror.
Pero lo cierto e indiscutible es que en aquel momento empezó una nueva época en occidente.
La pregunta es la siguiente: hoy, 2015, ¿con qué haríamos la Revolución?
O incluso una anterior: ¿sería pertinente una revolución?, ¿realmente nos interesaría llevarla adelante?
No es posible negar que vivimos en tiempos de adormecimiento social. El sopor que ha calmado los reclamos de justicia económica proviene de cierto auge material que la clase media dominante (al menos en cantidad) ha experimentado en estos años. Mientras tengamos un acceso más o menos sencillo a créditos que nos permitan comprarnos un autito, hacer algún viaje a las termas o al exterior o improvisar una barbacoa en el fondo, ya nadie se permitirá hablar seriamente de cuestiones tan obsoletas y demodé como la pobreza y los cuestionamientos a la propiedad privada. Nadie en su sano juicio -ni oficialistas ni opositores- estaría dispuesto a renunciar a los privilegios obtenidos.
En este presente un tanto olvidadizo nada mejor que volver sobre el pensamiento de aquellos que desde el pasado, y habiéndolo arriesgado todo, dejaron preguntas abiertas. Es el caso de Francois Babeuf, un verdadero revolucionario guillotinado en 1797 por el Directorio que gobernaba Francia y del que Napoleón era la mano ejecutora. En una carta de 1787, dos años antes del inicio de la Revolución y diez antes de su ejecución, Babeuf se preguntaba lo mismo que podríamos preguntarnos hoy:


"¿Cuál sería el estado de un pueblo cuyas instituciones fuesen tales que reinara indistintamente entre cada uno de sus miembros individuales la más perfecta igualdad; que el suelo que habitara no fuese de nadie, sino que perteneciera a todos; en definitiva, que todo fuese común, hasta el producto de todos los tipos de industrias? ¿Serían autorizadas tales instituciones por la ley natural? ¿Sería posible que esta sociedad subsistiese, e incluso que fuesen practicables los medios para conseguir una distribución absolutamente igual?"

viernes, 15 de mayo de 2015

CARLOS MAGGI entrevistado acerca de Mario Arregui

Durante el año 2009 di clases en el liceo de Ismael Cortinas. Mis alumnos de cuarto año, le hicieron una entrevista a Carlos Maggi sobre otro del 45: Mario Arregui (a quien estábamos estudiando en su momento). Uno podía tener diferencias notables con Maggi, claro, pero yo siempre le agradeceré su gesto, su compromiso y su disposición para dialogar de igual a igual con aquellos gurises.
Lo que sigue son las preguntas que le realizaron mis estudiantes y las respuestas del querido viejo Maggi. 

Entrevista a Carlos Maggi sobre Mario Arregui:


¿CÓMO CONOCIÓ A MARIO ARREGUI?

En 1942, yo tenía veinte años y con Maneco Flores Mora (un compañero de clase desde primaria hasta sexto de secundaria, donde éramos alumnos) editábamos junto con Leopoldo Nóvoa (que después fue un pintor exitoso en París) una revista llamada APEX.
Sabíamos que en el café Metro, en la rinconada de la Plaza Libertad, había una barra de muchachos que como nosotros estaban en el quehacer literario y fuimos a pedirle una colaboración a uno de ellos, Carlos Denis Molina; un maragato poeta que escribió una preciosa novela titulada Lloverá siempre.
Denis Molina había ganado un premio con una obra de teatro titulada el El regreso de Ulises.
En esa barra encontramos a Mario Arregui, conocimos sus cuentos y sus opiniones y resultó ser un tipo formidable.

¿SE SIENTE USTED HOMENAJEADO AL SER RECONOCIDO POR PERTENECER A LA GENERACIÓN DEL 45?

Mi generación no fue homenajeada, fue una generación de lucha externa, contra el falso optimismo de nuestros mayores que veían iniciarse un gran estancamiento nacional y seguían viviendo como en los años de nuestro gran apogeo batllista.
Y al mismo tiempo, fue una generación de lucha interna. Reaccionamos contra los que se aplaudían sin que hubiera méritos para ello; y al mismo tiempo, reaccionamos contra nosotros mismos, tratándonos con el mayor rigor crítico.
Yo me atreví a publicar mi primer libro, Polvo enamorado en el año 52, cuando tenía 30 años. Ya había quemado muchos cuentos y una novela, El gorro verde, que había ganado el concurso literario del Centro de Estudiantes donde Paco Espínola era integrante del jurado; que fue así como lo conocí hacia 1943. Paco era un gran maestro en ese momento y tenía 42 años. Onetti era otro gran maestro y tenía 34. Era un tiempo bueno para la cultura.

¿QUÉ ES PARA USTED LA GENERACIÓN DEL 45 DESDE UNA PERSPECTIVA INTERNA, YA QUE FORMA PARTE DE LA MISMA?

Soy uno de ellos y nada más; un escritor porfiado; y un testigo cuyo mayor privilegio es durar muchos años en plena salud. Tuve amigos entrañables con los cuales compartí la preciosa vocación humanística y un trato personal de amistad, absolutamente insustituible.

¿QUÉ CUENTO DE ARREGUI LE GUSTA MÁS? ¿POR QUÉ?
No puedo elegir con seguridad, tal vez el más perfecto y desgarrador sea “Un cuento con un pozo”.

¿SE SIENTE IDENTIFICADO CON ALGUNO DE ELLOS? ¿CON CUÁL? ¿POR QUÉ?

No. No es “UN” cuento lo que me importa. Me siento identificado con Mario y su planteamiento moral de la literatura; y corresponde fielmente a su modo de ser.
Su modo de ser y su obra se parecen mucho. Era un hombre austero, responsable y duro, escribía temas que en el fondo cuentan un solo cuento: uno y su obligación de ser auténticamente uno mismo.

¿TIENE ALGUNA ANÉCDOTA DE LA GENERACIÓN DEL 45?

Siempre pasan cosas que después, vistas a la distancia, resultan un tanto ridículas y hacen sonreír. Una vez nos cruzamos con Emir Rodriguez Monegal que era muy ácido para criticar. Yo estaba furioso con él por lo que había escrito sobre Morosoli y sobre Felisberto Hernández. Lo saludé con un: ¿qué tal?; y después me arrepentí. Di vuelta, lo detuve y le dije: No voy a saludarte más. Cada vez que te saludo, miento. No me interesa que estés bien.

¿CUÁL ES SU MAYOR RECUERDO DE ARREGUI?

Era un tipo maravilloso. Un día discutimos en el Metro hasta las dos de la mañana y cuando nos levantamos de la mesa, nos fuimos juntos caminando por 18 de julio. El vivía en Mercedes y Olimar y yo en 18 y Ejido. Cuando llegamos frente a mi casa, le dije, bastante impaciente: ¿No se cómo podés seguir con eso?
Ni me acuerdo sobre qué versaba la polémica, pero me acuerdo muy bien de la respuesta de Mario. Dijo, sin apurarse: sigo con eso porque estoy equivocado.

¿QUÉ RELACIÓN TENÍA CON ÉL APARTE DE COMPARTIR IDEAS SOBRE LA LITERATURA? ¿FUERON BUENOS AMIGOS?

Nunca recibí una mala acción o una molestia que proviniera de Mario. Fuimos grandes amigos. Cuando dejamos de ir al café fue por razones de familia. Nos habíamos casado y teníamos hijos; él pasaba temporadas en la estancia; llegaba a Montevideo y nos encontrábamos como siempre.
Era una manera muy linda de confraternizar en todo, incluido en aquello que no coincidíamos. Mario era comunista, pero cuando Maneco iba a Flores en medio de una campaña electoral, Mario le conseguía el equipo, los altavoces del Partido Comunista para la amplificación de sus actos por el Partido Colorado.

¿RECUERDA ALGÚN HECHO IMPORTANTE QUE HAYAN VIVIDO JUNTOS?

La madre de Mario tuvo un accidente de tránsito, fue hospitalizada y falleció unas horas después. Cuando Mario pudo comunicarse con la estancia, supo que su padre y su hermano ya habían salido para Montevideo, sin conocer la noticia. Iban a llegar para encontrarse con un velorio armado en su casa.
Conseguimos un auto prestado después de muchas vueltas y cuando Mario fijó el lugar y el tiempo que nos quedaba para poder atajarlos, tuvimos que salir a cien por hora.
Mario no sabía manejar. Manejaba yo, porque había tenido una cachila; pero en realidad no sabía manejar ni tenía libreta; y menos con semejante Chevrolet a todo lo que daba (creo que era de la madre del Tola Invernizzi). Es un recuerdo viejo y está borroso, años 46 o 47. Solo tengo presentes las veces que estuve a punto de chocar.

viernes, 29 de agosto de 2014

NUEVOS PERSONAJES EN LA SAGA DE AGUSTÍN FLORES

ELIZALDE, Pablo: Jefe de Investigación. Coordina el equipo que investiga crímenes inusuales.
En sus cincuenta. Viudo en circunstancias que no se aclaran. Tres hijas, de las que en la novela aparecen solo dos. Su padre padece una enfermedad en fase terminal. Gonzalo, su hermano, es sacerdote. Hay una culpa rondándolo desde hace tiempo.

FERREIRA: en sus cuarenta. Es la mano derecha de Elizalde. Cuando las cosas no van bien, se encierran juntos a hablar. Es el único del equipo que lo llama por su nombre. Ferreira es algo irónico y se las tira de seductor. No siempre tiene éxito.

LÓPEZ: también en sus cuarenta. Su carrera policial estaba destinada a la medianía hasta que Elizalde lo convocó. Es un hombre de extrema confianza. No es inteligente pero compensa con el empeño.

CUADRO: un poco más joven que López, su función principal es la de chofer. Y lo hace a la perfección, aunque con un pequeño detalle agregado que puede exasperar a sus acompañantes. Junto a López, conforman un dúo bastante impredecible.

BERMÚDEZ: treinta y pocos. Es la nueva encargada de prensa de la oficina. Es la única integrante del equipo que no fue pedida por Elizalde. Todo lo que llega a los medios pasa por ella. O al menos debería hacerlo. Según Elizalde los tiene a todos bastante movilizados. Ferreira no admite que sea una mina tan espectacular como López y Cuadro advierten. Es una mujer sensata y absolutamente confiable. Aunque Elizalde no lo ve tan claro.

Y POR SUPUESTO, AGUSTÍN FLORES. Aunque Agustín... no necesita presentación.

TEXTO DE CONTRATAPA

Los tiempos han cambiado y cuando la justicia no llega, algunos prefieren salir a buscarla con sus propios métodos.

Una serie de asesinatos macabros ocurridos durante 2013 son el eje de la acción de esta novela. Los criminales no dejan cabos sueltos y pronto la oficina de investigaciones comandada por Elizalde deberá enfrentarse con un enemigo más difícil de lo acostumbrado.

Mientras tanto, ¿dónde está Agustín Flores? Escondido de quienes pretenden esconderlo, esta cuarta entrega lo encuentra alejado de todo.

O al menos eso es lo que él cree.

domingo, 10 de agosto de 2014

Escrituras del yo (II): CABALLOS

SUEÑO. Era un caballo de pelo amarillento. Cuando lo conocí tenía cerca de treinta inviernos y era un animal bien mañero. Su trote era corto y atropellado y la boca se le había endurecido. Resultaba difícil hacerle respetar la rienda y el freno. Mi abuelo lo tenía para el charret, algo en lo que el pobre todavía podía dar una mano. Montarlo era distinto. Solo en emergencias. Con el tiempo, y sobre todo porque mi abuelo ya había dejado de prender el charret, Sueño fue resabiándose de tal forma que resultaba difícil acerársele. Ponerle los arreos ya era tarea imposible. Había dado, hacía años, lo mejor, y ahora solo quería descansar. Jamás lo vi galopar.
 MALEVO. Nunca le hizo honor al nombre. Fue un caballo manso y bueno. Llegó para ser compañero de Sueño y rápidamente se convirtió en la principal herramienta de la casa. Servía tanto para el arado como para la montura. Muchas veces un cuero de oveja era suficiente. Yo mismo, con escasos siete años, podía ponerle el freno sin problemas y, arrimándolo a algún alambrado, subirme a él a duras penas y contando siempre con su benevolencia.
  En aquel  tiempo leía las historietas de Patoruzú y las de su derivado infantil, Patoruzito. El cuerpo rechoncho y castaño de Malevo no se prestaba para confundirlo ni con Pamperito ni con Pampero, los estilizados caballos de las historietas. Pero en la imaginación de un niño cabe casi todo. Entonces galopar sobre Malevo por un potrero de Tranqueras Coloradas se convertía en una aventura de Tehuelches por la Patagonia. También eran los tiempos del Llanero Solitario y del Zorro, que montaban otros Malevos como el de mi abuelo, que ahora me llevaba raudo cerca del cañadón y que solo, sin que yo tuviera que ordenárselo, aminoraba la marcha para cruzar por el lugar de siempre, el más seguro.


TOBIANA. La llamaban así por el pelaje. Era uno de los cuatro o cinco caballos de los que disponía mi tío Eleodoro –Lelo para los amigos- en su campo de Carreta Quemada. Una yegua pesada pero rápida. Su pelaje era gris manchado ocasionalmente de marrón. No siempre estaba de buen ánimo. Fue la primera montura que tuve en la casa de mi tío, pero un buen día dejaron de dármela. Parece que había echado para atrás a algún chambón que la tendría resabiada y ahora no se la daban a los niños. Fue por eso que me tocó el mejor caballo que haya montado alguna vez.
GUAYABO. Era un animal hermosísimo. De pelaje colorado oscuro, sus patas eran blancas, al igual que la mancha que adornaba su frente desde el testuz hasta la boca. Sus líneas eran afinadísimas. Cuando galopaba era una sensación notable de felicidad. Como si el cuerpo del jinete ocasional –yo o cualquiera, pues siempre comentábamos lo hermoso que era ese galope- hubiera nacido con conexiones con el animal, lo que me recuerda aquella famosa película.
  Salíamos por el campo cada dos días. Mi tío iba en una yegua blanca y rechoncha que encabezaba las marchas. No podíamos hablarle pues iba contando las ovejas. Mi primo Daniel iba en la Tobiana. Ticoro, un hombre viejo, tuerto, cerraba la marcha junto conmigo. A veces nos acompañaba Leonel, un peón-socio de mi tío que le ayudaba con la quesería. Entre todos remedábamos una especie de compañía de arrieros de medio turno. Salíamos después del ordeñe, como a las ocho, y volvíamos a las doce. A veces había que cruzar la laguna de La Salamanca, que se formaba en un recodo del arroyo Carreta Quemada. Parecía una escena de película yanqui. Mi tío siempre me decía que no le contara a mi madre. Y yo no pensaba hacerlo.