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F. Babeuf |
Entre las causas de
la Revolución también pueden citarse los avances en el pensamiento
del Siglo XVIII. Rousseau, Diderot, Montesquieu y sobre todo
Voltaire, se encargaron de cimentar las bases filosóficas sobre las
que los revolucionarios emprendieron la conquista de ciertos derechos
universales y desconocidos hasta ese momento. El Deísmo como nueva
concepción filosófico-religiosa, que alejaba a Dios de las
cuestiones humanas y temporales y lo situaba en una posición de no
incidencia concreta, forzó la idea de que los hombres eran todos
iguales y que no había entre ellos una diferencia innata que a unos
les permitiera reinar y a otros los condenara a la opresión ejercida
por los primeros.
Más allá de los
violentos vaivenes y de los excesos que caracterizaron los años
siguientes, la revolución sería recordada sobre todo por el lema
que tomó como ideal: Liberté, Égalité, Fraternité.
Aunque cueste, en ocasiones, visualizar dónde quedó la tercera
después de la constatación de las decenas de miles de decapitados
en la guillotina tras el régimen del Terror.
Pero lo cierto e
indiscutible es que en aquel momento empezó una nueva época en
occidente.
La pregunta es la
siguiente: hoy, 2015, ¿con qué haríamos la Revolución?
O incluso una
anterior: ¿sería pertinente una revolución?, ¿realmente nos
interesaría llevarla adelante?
No es posible negar
que vivimos en tiempos de adormecimiento social. El sopor que ha
calmado los reclamos de justicia económica proviene de cierto auge
material que la clase media dominante (al menos en cantidad) ha
experimentado en estos años. Mientras tengamos un acceso más o
menos sencillo a créditos que nos permitan comprarnos un autito,
hacer algún viaje a las termas o al exterior o improvisar una
barbacoa en el fondo, ya nadie se permitirá hablar seriamente de
cuestiones tan obsoletas y demodé como la pobreza y los
cuestionamientos a la propiedad privada. Nadie en su sano juicio -ni
oficialistas ni opositores- estaría dispuesto a renunciar a los
privilegios obtenidos.
En este presente un
tanto olvidadizo nada mejor que volver sobre el pensamiento de
aquellos que desde el pasado, y habiéndolo arriesgado todo, dejaron
preguntas abiertas. Es el caso de Francois Babeuf, un verdadero
revolucionario guillotinado en 1797 por el Directorio que gobernaba
Francia y del que Napoleón era la mano ejecutora. En una carta de
1787, dos años antes del inicio de la Revolución y diez antes de su
ejecución, Babeuf se preguntaba lo mismo que podríamos preguntarnos
hoy:
"¿Cuál sería el estado de un pueblo
cuyas instituciones fuesen tales que reinara indistintamente entre
cada uno de sus miembros individuales la más perfecta igualdad; que
el suelo que habitara no fuese de nadie, sino que perteneciera a
todos; en definitiva, que todo fuese común, hasta el producto de
todos los tipos de industrias? ¿Serían autorizadas tales
instituciones por la ley natural? ¿Sería posible que esta sociedad
subsistiese, e incluso que fuesen practicables los medios para
conseguir una distribución absolutamente igual?"
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