sábado, 10 de agosto de 2013

UN POCO DE MITOS IRLANDESES nunca viene mal

La mitología céltica es un interesante y complejo legado de leyendas, creencias y poesía que puede abarcar territorios tan disímiles como las Galias francesas, el norte Irlandés, el País de Gales, o los míticos Cornualles británicos, donde se amaron Tristán e Isolda después de beber el filtro de amor. Todas estas regiones ostentaban como rasgo común el uso de la lengua celta, lo que las identificaba como herederas de cierta estructura socio-cultural común, ya que no de un tipo racial propio. Es posible vislumbrar los innumerables puntos de contacto del ciclo mitológico irlandés, muy particular dentro de la cultura céltica en general, con los mitos griegos anteriores en el tiempo. Estas analogías, que han sido investigadas y reinterpretadas por historiadores, poetas y narradores de diverso origen, encajan dentro de lo que C. G. Jung denominaba como “construcciones arquetípicas”, unidades de conocimiento intuitivo que se repiten en todas las culturas, o, como quería Platón, modelos primordiales y eternos de las cosas. LOS HIJOS DE DANA. En los tiempos antiguos, dos tribus ocupaban las que más tarde se denominarían Islas Británicas. Eran dos tribus rivales, cuyos nombres eran Formoré y Nemeds. Enfrentados desde el inicio de los tiempos, en la isla de Tory se desató el episodio final, conocido como la batalla de Mag Tured, a la que otros denominan como matanza de la Torre de Conaan, y en donde los Formoré arrasaron a sus enemigos. Los treinta sobrevivientes de los Nemeds, divididos en tres grupos, partieron tras la derrota hacia nuevas tierras donde establecerse. Así, uno de los grupos, al mando de Britain, se estableció en lo que hoy es Inglaterra; un segundo grupo, los Firbolg, que puede traducirse como “los hombres de Bolg”, habrían ocupado la actual Irlanda; finalmente, la última de estas razas sería la de los Tuatha de Danaan, hijos de la diosa Dana, quienes aparecerían de nuevo en los territorios perdidos con la intención de vengar la derrota anterior. ¿Y quién es Dana? Muchos autores la identifican también con el nombre de Brigit. Dana, o Brigit, es una típica diosa céltica, cuya feminidad la eleva incluso por encima de los demás dioses tutelares, que en general descienden de ella. Los Tuatha de Danaan, sus hijos, evolucionarían hasta convertirse ellos mismos en dioses. Tres de los hijos de Dana son muy conocidos en este círculo de leyendas. Sus nombres son Brian, Iuchar y Uar, aunque a veces se los designa también como Brian, Iucharba e Iuchair. Entre las prerrogativas de Dana estaba la de regir todo lo que hoy llamaríamos literatura. Los tres hijos engendraron, a su vez, un solo hijo común, conocido como Ecné: ciencia o poesía. De la tríada formada por Brian, Iuchar y Uar, es el primero el que concita más importancia como dios de lo luminoso y lo divino, mientras que los otros dos son un simple desdoblamiento acorde a criterios funcionales. El número tres, con la misma connotación cristiana de tres que forman uno, está también presente en la mitología irlandesa en relación a estos hijos de Dana. El culto de Brigit, nombre popular de Dana, fue absorbido por la reconversión mística que el cristianismo propició durante la alta edad media, con el fin de que los pueblos del antiguo imperio romano no resistieran la nueva religión. A tales efectos la diosa pagana Brigit derivó en Santa Brígida, que pasó a ser adorada con carácter nacional. FAMILIAS COMO CUALQUIERA. Balar es un dios proveniente de la raza de los formoré, caracterizado por su deslealtad y sus extraños atributos físicos: un solo ojo en la frente, con las funciones habituales de cualquier ojo, y otro en la parte posterior del cráneo, este sí con características especiales, ya que era portador del mal y debía permanecer cerrado. Al abrirlo, lo que Balar hacía en momentos de enojo, su mirada era mortal para aquel en el que se fijara. El punto de contacto con el mundo griego lo da la analogía con el mito de la gorgona Medusa, cuya mirada petrificaba a los hombres que se cruzaban con ella, y que debió ser muerta por Perseo a pedido de Polidectes. Se cuenta en el mito irlandés que Balar, cuyo tamaño era mayor que el de los hombres, mató al rey Nuadu con su mirada de rayo. Lug, que era nieto de Balar, decidió vengar a Nuadu y se aproximó por detrás ya que el ojo maligno, después de su pérfida hazaña, se había vuelto a cerrar. Al advertir el movimiento de Lug, Balar intentó abrirlo otra vez, pero su nieto fue más rápido: le arrojó una piedra con su honda, atravesándole la cabeza a través, justamente, del ojo semiabierto. Una nueva honda, en manos de un nuevo David, mató a un nuevo Goliat. Pero esta versión de los hechos es refutada por cierto relato irlandés que redimensiona los personajes y les proporciona otras vicisitudes. Al parecer cierto adivino había anunciado a Balar que sería asesinado por su nieto, quien aún no había nacido. Así las cosas, Balar mandó a encerrar a Ethné, su única hija, en una torre de piedra inexpugnable que mandó a construir en la isla de Tory. Ordenó entonces que su hija fuera asistida por doce mujeres, quienes tenían instrucciones precisas de no mencionar una sola palabra acerca de la existencia de los hombres. Ninguna de ellas trasgredió estas órdenes, pero no contó Balar con que la prisión se hallaba en lo alto de la isla, y desde allí Ethné usualmente divisaba los navíos que surcaban el mar y veía que los conductores de aquellos navíos eran seres diferentes a ella y a sus doce esclavas. Mientras tanto, Balar, que vivía en la misma isla y era un dios signado por la crueldad y el desatino, se dedicaba a molestar todo el tiempo a los demás hombres y dioses que estaban a su alcance. Un buen día llegó a sus oídos la historia de cierta vaca lechera cuya abundante producción era la novedad en Irlanda entera. Así fue que cruzó hasta la costa irlandesa, donde vivía el dueño de tan portentoso animal, un tal Mac Kineely, hermano de Gavida, el herrero, y de Mac Samthainn. Mediante una serie de ardides, Balar logró apoderarse de la vaca cuando estaba siendo vigilada por uno solo de los hermanos, a quien fue sencillo engañar. Mac Kineely decidió vengarse, presentándose en la isla vestido con ropas de mujer. Con la complicidad de un hada logró penetrar en la torre donde estaba Ethné, de quien se enamoró inmediatamente. Como resultado de esto, Ethné quedó embarazada. Más tarde dio a luz tres hijos, tres nietos de Balar, por falta de uno. Advertido el dios de estos sucesos, las represalias no tardaron en llegar. Balar envolvió a los tres niños en una tela que ató con un prendedor; acto seguido ordenó que fueran arrojados a los abismos marinos. Pero Balar no contaba con que el prendedor fallaría y uno de los niños se salvaría de la muerte rescatado oportunamente por el hada que antes había intervenido a favor de su padre. El hada, cuyo nombre nunca es mencionado, presentó el niño a Gavida, el herrero, para que lo educara. Mientras tanto la mano vengativa de Balar dejó sentir su peso sobre Mac Kineely, a quien le fue cortada la cabeza como castigo por la afrenta realizada. Más tarde, Gavida y el niño aprendiz de herrero debieron trabajar para Balar como esclavos. Cierto día, estando el joven en la herrería, Balar comenzó a jactarse de sus hazañas. Provocó así la ira de Lug, el nieto ignorado, quien le introdujo una barra de hierro al rojo vivo a través de su ojo maligno, provocándole una muerte inmediata.

sábado, 3 de agosto de 2013

CAMPO

Cuando niño pasé la mayoría de mis vacaciones en la casa de mis abuelos en el campo. Se trataba de una pequeña porción de tierra de treinta hectáreas en la zona de Tranqueras Coloradas, a diez quilómetros de Raigón y a quince de San José. En mis primeros años, mis años sin hermano, mis padres me llevaban allí en bicicleta, sentado en un asiento especial que habían adozado al manubrio. De esos viajes solo recuerdo imágenes breves, apenas destellos del camino, tonos de verde, algunos árboles muy viejos y las palmeras del tramo de la ruta 11 que une el puente carretero con la estación de Raigón, y que todavía están allí. En años posteriores íbamos en una vieja cachila anaranjada de los años cuarenta con caja de madera que mi padre se había comprado con la intención de traer cosas de la quinta de mis abuelos para la casa de la ciudad. Verduras, leche en tarro, quesos, flores que mi abuela después vendía en el mercado. Mi lugar en la cachila era la caja, sentado sobre algún buzo viejo, alguna frazada de ocasión o algún tronco que cumpliera la función de taburete. La cachila no tenía amortiguación de ninguna clase. Picaba en cada pozo del camino y sus ruedas finas se empantanaban con facilidad en el arroyo que había que cruzar para llegar a los ranchos. Más de una vez hubo que uncir los bueyes para sacarla del atascamiento. Sin embargo, todo aquello tan problemático para los adultos no dejaba de tener su lógico atractivo. Mi abuela siempre tenía monedas para darme. Claro que debía hacer algo para conseguirlas. Algo como trabajar. Aprendí a ordeñar a mano. No había muchas vacas. Apenas diez o doce, de las que me tocaban solo tres o cuatro, mientras el Pocho (peón-socio de mi abuelo) se ocupaba del resto. Mi problema mayor consistía en evitar que las vacas recién paridas «subieran» la leche para sus terneros, lo que hacían endureciendo la ubre y aflojándola a voluntad. A las nueve regresábamos a la cocina del rancho para el segundo desayuno. Rato después volvíamos a las faenas de la mañana. El Pocho colgaba un enorme tacho de hierro de un trípode y preparaba la leña. Medía la cantidad de suero exacta para la leche que habíamos ordeñado y la cuajaba. Parte del líquido se hacía cremoso y luego había que cortarlo con una paleta de madera muy fina que se pasaba como dibujando pequeños cuadrados para un tablero de ajedrez gelatinoso. Entonces encendíamos el fuego y colgábamos un termómetro del borde del tacho. Había que alcanzar cierta temperatura (que ahora no recuerdo) y mantenerla estable durante un par de horas. La cuajada se iba achicando hasta que solo quedaba una pasta hecha de grumos que debíamos revolver durante una hora. Al final la colábamos y sujetábamos con unos paños amarillos, la apretábamos en una horma y después la prensábamos con piedras y maderas dispuestas para ello. Para entonces ya serían las once y media. Mi abuelo había dado de comer a las gallinas y regresaba de la quinta. Venía de arar la tierra con los bueyes o de carpir los yuyos con la azada. Traía en un balde negro algunas verduras que de inmediato limpiaba, pelaba y ponía en una olla. Mientras tanto mi abuela había terminado de limpiar los canteros de las flores y cocinaba el almuerzo o preparaba los pormenores para la carneada del fin de semana. Al mediodía todos amargueaban durante media hora, casi siempre en silencio, un silencio que era como un manso reproche al cansancio de la jornada. Comíamos escuchando la radio. CW 41 la mayoría de las veces. En ocasiones Clarín o Carve. Para ahorrar batería, la televisión se reservaba para la noche. Después del almuerzo era obligatoria la siesta, aunque la mayoría de las veces yo prefería cambiarla por una excursión por los montes, honda en mano. Hoy me arrepiento de haber matado pájaros de esa manera. Con gusto organizaría alguna charla o seminario dedicado a niños con esta abominable costumbre... porque ese es uno de los recuerdos más torturantes que me quedan de aquellos días felices. El sábado vendrían los vecinos, el Pelado Acosta, el tuerto Mascheroni, el tío Alfredo y mis padres. Era el día de la carneada. Se madrugaba para terminar el ordeñe bien temprano y quedar ya libres para el resto de las faenas. Lo primero era traer el ternero que sería faenado junto con el chancho. Recuerdo una vez en la que resultó realmente penosa esta labor... La vaca madre se llamaba Estrella, nombre que había obtenido gracias a una peculiar mancha en el costado. El animal sabía, presumo que por los preparativos, lo que ocurriría con su hijo. No había manera de separarlos y mi abuelo debió ensillar el caballo (el Sueño o el Malevo) para llevarse a la cría al potrero más chico y enlazarlo. Los mugidos de Estrella nunca se me borrarán de la memoria. Presenció la muerte del ser que había engendrado desde el otro lado del alambrado y, a la manera vacuna, lloró y murió también un poco. Con el chancho el tema era bien distinto. No había allí madre alguna para velar o lamentarse por él. Yo me escondía siempre en el dormitorio para no escuchar los gritos y la agonía. Creo que tenía miedo de que el animal se retobara y empezara a dar dentelladas para cualquier lado. Me parecía peligroso eso que hacían los hombres. Era otro mundo. FOTO: primer plano, tranquera principal del campo de mis abuelos. A lo lejos, los árboles que rodeaban los ranchos y los galpones (que ya no están). A un costado, mi sombra, 27 años después.