Comencemos por una
pregunta sencilla: ¿por qué nos vestimos?
Las respuestas
podrían incluir conceptos tales como el abrigo, la protección, las
posibilidades de migración y conquista de nuevos territorios. Pero
tal vez la respuesta tenga que ver con nuestra forma de organizar el
desorden natural de nuestras pulsiones. La vestimenta se convierte
entonces en un freno, una primera barrera que la convención social
impone a la pulsión reproductiva y una victoria de lo cultural sobre
lo que podríamos llamar natural. Porque una cosa es segura: lo
“natural” sería que anduviéramos desnudos.
Según el Éxodo
(segundo libro de la Biblia), Moisés recibió del propio
Yaveh las Tablas de la Ley cuando conducía a su pueblo fuera
de la esclavitud en la que los egipcios los habían sumido. Más allá
de la lectura religiosa que puede hacerse del relato bíblico, es
posible realizar una aproximación de corte más sociológico
especulativo. Un pueblo al que se le dice, entre muchas otras cosas,
que no debe adorar dioses falsos, que no debe codiciar ni pretender
las pertenencias del prójimo (y entre ellas se menciona claramente a
la mujer), que no debe robar, cometer adulterio o matar, es un pueblo
que adora dioses falsos, codicia lo del prójimo, comete robos,
adulterios y asesinatos. Los diez mandamientos del Antiguo
Testamento no son solo el pedido del Ser Supremo a sus fieles.
También son la manifestación clara de un estado de las cosas que
debe ser cambiado para bien. ¿Quién puede dudar de los avances que
implicaron para la sociedad del momento la regulación de las
relaciones humanas tal y como se visualiza en el texto escrito sobre
las tablas de piedra?
Y desde allí en
adelante nuestra naturaleza ha cedido espacio ante lo que hemos
concebido desde la cultura. La vestimenta es simplemete una muestra
ilustrativa de este fenómeno. Y las distintas civilizaciones,
culturas y hasta manifestaciones religiosas tienen al respecto algo
que agregar. Lo que es tolerable para algunas de ellas no lo es para
otras. Nosotros, sin ir más lejos, no podríamos andar desnudos de
cuerpo entero o portando solamente adornos en nuestros penes o senos,
como lo hacen algunas tribus del Amazonas. Imagínense una reunión
política, una velada en el teatro, un partido de fútbol, una clase
de la universidad, en esas condiciones. Sin dudas que no sería
cómodo para todo el mundo. Y desde esa constatación ya no debería
ser un problema imaginar lo que ocurriría si a niñas que profesan
el Islam se les obligara a no usar el velo con el que cubren su
cabello amparados en un criterio de laicidad que sencillamente está
mal enfocado. Porque la laicidad no es, como ha planteado
recientemente Julio María Sanguinetti, neutralidad. La neutralidad,
al igual que la objetividad de juicio, no existe.
La laicidad en el
plano educativo debería ser entendida como un valor que debe
resignificarse todo el tiempo con las actitudes de los agentes
sociales sujetos a él. De su formulación no deben estar ausentes
los intereses de los estudiantes, las familias y los docentes. Desde
un punto de vista religioso, la laicidad no implica la negación de
los principios de la religión sino la tolerancia hacia los
principios, usos y costumbres de otras religiones siempre y cuando
estos no atenten contra el bien público. Y así como no se me ocurre
que atente contra el bien público la enorme cruz que fue erigida en
el gobierno de Sanguinetti para conmemorar la visita de Juan Pablo
II, tampoco creo que lo haga el uso del velo por parte de niñas
educadas y criadas según los preceptos del Islam y, cabe aclararlo,
no precisamente del Islam más radical.
En las sociedades
actuales los flujos de migración tienden a enriquecer los paisajes
culturales de las naciones. Los inmigrantes deberían ser bienvenidos
en nuestro país y nuestro país debería ser lo que, según dicen,
fue en el pasado: un espacio propicio para que las personas que han
vivido dificultades en sus propios países puedan afincarse y
progresar sin hacerle mal a nadie, y sin que nadie se arrogue el
derecho de pretender regular sus creencias más íntimas, si es que
estas no vulneran los derechos de otros que no las practican.
Tenemos, en este punto, la oportunidad de dejar de ser conservadores
de la última hora. Por una vez en la vida, convendría tomar esa
oportunidad.
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