lunes, 3 de enero de 2011

ESCRIBIR


Hay una especie de felicidad irracional en el acto de escribir. Ahora mismo experimento esa satisfacción por más que lo que escribo sea esto y no otra cosa. Creo que esa satisfacción irracional tiene una explicación que puede hurgarse, no obstante, en los anales filosóficos del Siglo XX. Me quedo entonces con la formulación de Cassirer del hombre como animal simbólico (en oposición-evolución con aquella otra formulación aristotélica): la razón, de alguna manera, explica lo irracional.

El hombre tiende hacia el símbolo con la misma voracidad genética (a falta de mejor término, claro) con la que ha tendido a vivir en comunidad. Por eso, al experimentar este goce, no hago más que mantenerme fiel a un llamado de la especie.

No hay aquí nada fijo ni claro, nada que soporte la más mínima prueba empírica, nada agarrado a otra cosa que no sea la subjetividad mía. Estas palabras son verdad sólo para mí y para un mí hoy. Porque el acto de escribir y la literatura en general son cuestiones estrictamente fenomenológicas. Lo que para algunos en algún lugar es bueno, para otros en ese mismo lugar o en otro, o para el mismo aún en otro tiempo, puede no serlo. Por esta sencilla razón opinar sobre literatura, es decir, opinar sobre un fenómeno, es opinar sobre la relación de un yo particular transido por las estructuras a priori, delineado por las a posteriori, que además es capaz de producir o desentrañar sentidos. Pocas cosas en el mundo suelen quedar en un espacio tan etéreo, místico y filosófico como la crítica literaria.

El fenómeno de lo que llamamos “Literatura uruguaya” (en adelante sin comillas ni mayúscula) despierta en autores diversos distintas opiniones más o menos irresponsables. Partamos entonces de que a un escritor puede interesarle mantener esa idea que ha vagado en algunas páginas y en muchísimas más conversaciones de boliche de que no existe tal cosa como la literatura uruguaya. Claro que antes habría que definir eso que no existe, soslayando a pura fuerza el problema ontológico que ello implica. Diríamos que en lo académico la literatura uruguaya es aquella iniciada hacia fines del Siglo XVIII (obviamente que entonces no había ni siquiera una leve conciencia de “lo uruguayo”) por algunas jerarquías eclesiásticas, cuyos últimos resoplidos hemos encontrado ahora mismo, en este auge de emprendimientos editoriales que parece llevar a la conclusión de que los escritores escriben para los mismos escritores, es decir, para que otros como ellos los lean, los critiquen, los defenestren, los alaben. Esta afirmación, claro, adolece de la misma irresponsabilidad de la primera citada al comienzo del párrafo. Pero es tan válida como aquella y como el pensamiento de que esta es mejor que aquella, pues quien no sea capaz de ver, de visualizar que sí hay una literatura uruguaya, tampoco será capaz de ver, de visualizar, ninguna literatura española, iberoamericana, rusa. Porque no va en la cantidad ni en la calidad.

Creo que la negación de la literatura uruguaya, la negación sin más, no ya su crítica ni la actitud negativa hacia ciertos autores, movimientos o épocas, es una expresión de deseo fundante. Es decir, hasta aquí, hasta que vine yo a escribir, no hubo literatura uruguaya. Aunque también podría ser una actitud de despecho ante la joven que no termina de aceptarnos, pues muchas veces tal afirmación se encuentra en labios de escritores de poco peso, con poca difusión, cuya ambición sería el aplauso de un público cuya ignorancia hacia ellos y sus escritos es sistemática.
Escribir raro es fácil. Hacerse pasar por escritor raro o enfant terrible de una generación es espectacularmente sencillo. Hoy, en nuestro contexto, basta poner un par de palabras violentas, los correspondientes órganos sexuales y un poco de droga y ya se logra esa actitud. Y vale. Hay un público para todo. Mínimo, por supuesto, pero lo hay.

Volviendo a la cuestión fenomenológica de la literatura: ¿qué hace que un texto parezca notable a unos y execrable a otros? Partiendo de la formulación kantiana, si lo que no cambia es el objeto, lo que marca esa diferencia es el sujeto. Hace más o menos un año una novela de Alejandro Ferreiro a mí me pareció poco menos que brillante mientras que a uno de mis mejores y más confiables amigos relacionados con las letras le resultó “una bosta”. Cuando estas cosas pasan tiendo a desconfiar de mis propias habilidades para detectar lo estético en un libro, sin reparar en que esa detección no es cuestión de “habilidades” racionales sino de sensibilidades educadas o no en ciertos aspectos vitales, psicológicos. Es decir, con mi tendencia al misticismo, a la noche, a lo espiritual, a lo alegórico, es bastante esperable que una novela que mueve esas fibras cuente con mi anuencia. No sólo me puede gustar sino que debe hacerlo. Por idénticas razones, sobre todo porque somos distintos sujetos, es también esperable (y aún más: inevitable) que el mismo objeto reciba aquella metáfora entrecomillada arriba de mi amigo.

Decía entonces, retomando, que una de las posturas más sencillas del escritor es plantarse del lado transgresor y vanguardista y apostar a una literatura cuyo cometido final no sea el mensaje (el símbolo, por volver a Cassirer) sino el canal. Para esta literatura de vanguardias la función poética no importa tanto como la metalingüística. O por plantearlo de mejor manera, la primera está subordinada a la segunda, y como la segunda tiene potestades determinativas sobre la primera, ya no es imprescindible que el mensaje se entienda –mucho menos que se disfrute en el más puro sentido hedonista del término- sino que cumpla con una labor de desestructuración lingüística y, sobre todo, estética. Lamento decir que esta actitud de lo que en algún momento pudo tomarse como valentía ya tiene cien años, mínimo, si nos apegamos a la formulación del primer manifiesto futurista del tan mentado y tristemente célebre fascista italiano apellidado Marinetti. Descuento que quienes anden por estas páginas habrán tenido alguna aunque sea mínima relación con este escritor y sus consecutivos manifiestos, por lo que no me extenderé más en su consideración. Hay muertos que no deseo despertar.

Cuando defiendo el perfil subjetivo de la literatura no estoy más que haciendo lo que se corresponde con mi más íntima convicción. Aún cuando a veces use y abuse de generalidades, rechazo las opiniones generales al hablar de literatura. Rechazo las recetas, las formulaciones tales como: “lo que un autor debe hacer hoy es…”, “la obra que se espera de una generación debería…”, o la notablemente convencida “esto es la literatura”, y así. Tales cosas sólo me revelan cuán distinto es el grado de pensamiento reflexivo que a la tarea de escribir le han dedicado los que las emiten. Otra cosa distinta es decir: “a mí me interesa un escritor que…”, o, tal vez y mejor: “a mí no me interesa un escritor que…”, o “para mí la literatura es no otra cosa que…”. Pero siempre, por delante, el sujeto.

Siempre está la cuestión del tiempo. El del escritor puede llegar a ser importante, no lo niego. Pero, en todo caso, el de este escritor no es más importante que el de cualquiera de sus ocasionales lectores. Cuando me ha tocado firmar libros después de alguna presentación siempre escribo “Gracias por el tiempo”, que es el tiempo que el lector tendrá que dedicar al libro, a lo que alguna vez fue un pensamiento mío, dejando de ver a su hijo, dejando de enamorar a su hombre, dejando de…

¿Por qué escribir?
Mis abuelos tenían un modesto campo con ocho o nueve vacas en un paraje rural a quince kilómetros de San José. Los ranchos eran de barro y había que sacar agua del pozo con un balde y su rondana. Se araba a bueyes, se cazaban liebres y se cuidaban los maizales de los chanchos jabalíes. Cada tanto una víbora aparecía en el patio. En julio y en agosto se carneaba un chancho y una vaquillona y se coagulaba la sangre y se hacían morcillas, codeguines y chorizos que después se dejaban secar colgados de unos varejones en el galpón donde hacía años se pudría un viejo tractor rojo. Me encantaba ir allí de vacaciones y durante los fines de semana. Salía los viernes de tarde y volvía los domingos a la noche. Con mis abuelos vivía el Pocho, un peón que habían criado desde gurí y que nunca los había dejado, ni en las buenas ni en las malas. No hablábamos mucho. Más bien como que cada uno estaba en sus pensamientos y poco más. Yo ordeñaba dos o tres vacas, llevaba la leche hasta el galpón del queso, la echaba en unos latones. Enseguida venía el Pocho y prendía un fuego bajo un trípode hecho de troncos de eucalipto curados y tiznados del que colgaba un tacho. Vertía allí la leche, hacía la cuajada y me dejaba revolviendo el queso por dos horas. Dos horas en las que no veía a nadie, en las que no conversaba con nadie. Escribo, entre otras cosas, para un día poder ponerme en paz con aquel niño rústico que tenía dos horas para pensar y no tenía el lenguaje para hacerlo. Su mirada se perdía entre los grumos de la cuajada que debía mantener sin apelotonar revolviendo desde abajo hacia arriba.
Es decir, escribo para que el sujeto que soy integre al otro que fui.

8 comentarios:

Ramiro Sanchiz dijo...

Pedro, sorpresivamente (y no sin cierta alegría) estoy de acuerdo con bastante de lo que decís acá. Quiero señalarte, de todas formas, algunas cositas, desde mi subjetividad por supuesto.
Uno: Creo que la frase "no existe la literatura uruguaya" en realidad debería leerse como "en Uruguay no existe una tradición literaria". Es decir: uno hasta cierto punto entiende qué quiere decir una persona que dice "voy a escribir una novela alemana" o "una novela japonesa" o "esa novela es demasiado francesa" o "demasiado americana". Por supuesto no son categorías válidas para el 100% de los casos, pero funcionan en cuanto reflejan una tradición originada en sus respectivos países. Es posible que esa noción, por otra parte, esté en crisis, como lo está el estado-nación y quizá el concepto mismo de "país". En Uruguay no hay una línea principal de la literatura que pueda definir un canon de otro modo que por la yuxtaposición de autores; existe ese concepto nebuloso de "los raros" (Felisberto, Levrero, Armonia Sommers, etc), pero nadie, me parece, lo ha indagado lo suficiente y quizá se trate de un espejismo. Es en ese sentido, creo, que se dice que la literatura uruguaya no existe (como sí existe la argentina, por ejemplo, que, mal que bien, se puede historiar).
Dos: No estoy tan seguro con respecto a lo que decís sobre la vanguardia. La literatura se apoya en la función poética del lenguaje, pero no se agota en ella, y muchas veces los procedimientos que apuestan a la función metalingüística terminan, via una tradición, asimilándose también como formas de llamar la atención sobre el mensaje. Esto da para argumentarlo más: en todo caso, el modelo de Jakobson, me parece, es insuficiente para entender algunas obras. Por ejemplo, "La broma infinita", de Foster Wallace, o "El arcoiris de gravedad", de Thomas Pynchon. Ninguna de ellas es tan "vanguardista" como "Impresiones de África" o incluso "Ulises" (y habría que ver si "Ulises" es vanguardista, ya que me parece que lo de vanguardia también pasa por un lado programático, un lado combativo que es también extraliterario si concebimos la literatura como "solo el texto"), pero representaron un quiebre con tradiciones tan violento como esas obras que mencioné. Para plantear una obra arriesgada no tenés que reproducir "Tristram Shamdy", precisamente. Por eso me parece que el escritor que arriesga nuevos territorios para el género que explora o para la literatura en general en rigor se mete en una tarea más dificil que el que opta por comunicar en un código compartido y mediado por una tradición reconocible y aceptada.
Por supuesto eso no quiere decir que los escritores "deban" hacerlo; es, como vos decías, una afirmación desde la subjetividad. Por eso (y no es que defienda en este contexto y en esta argumentación mis textos con genitales, drogas y palabras violentas -¿cuáles son, por otra parte, las palabras violentas, o cuáles son las que no lo son?-), me parece que escribir "raro" (entendiendo a raro como ajeno a una tradición o a una práctica hegemónica en el presente -la primera quizá no exista en Uruguay, pero la segunda creo que sí), escribir verdaderamente raro, es más dificil que aceptar las reglas del policial -por ejemplo- y escribir buenos policiales.
Pero es mi opinión, por supuesto.

GonSaa dijo...

no te tenía blogger, me gusta mucho lo que escribís y como lo haces, me movió la última parte del texto, quizás por tener un pasado en el campo también y entender perfectamente de esos silencios y ese otro ritmo de vida.
abrazo grande.

pd. este blog va a mis blog recomendados

Fabián Muniz dijo...

Pedro, me gustó muchísimo esa imagen que emitís al final, eso de que escribís para conectar tu "yo" presente con tu "yo" pretérito. Me pasa algo similar, pero no sabía que se podía explicar tan bien. Sobre todo, me gustó mucho el relato de tu infancia en el campo de San José. Agregaría que el acto escritural no es solo un acto subjetivo que conecta un "yo" pasado y uno actual, sino que también se escribe para construir un "yo" futuro, para que la ficción permita hacer o dejar de hacer en tiempos posteriores. En fin, no sé si lo que digo es válido o tiene algún sentido...

¡Abrazo enorme!
Archi

Fabián Muniz dijo...

Me quedé pensando en que en este post se habla de la literatura como sinónimo de la narrativa. Porque para la poesía el tema de lo metalingüístico y lo poético es muchísimo más discutible...

Pedro Peña dijo...

Bueno, muchas gracias a los tres por pasar. Ramiro: la intención del post era un poco marcar cierta distancia con algunas ideas planteadas por vos en tu decálogo y en otras publicaciones de tu blog. Puede, cómo no, haber coincidencias, pues de última en este "oficio" se usan las mismas herramientas. Habría que ver eso de la dificultad a la hora de escribir una cosa o la otra. Yo escribo porque disfruto de ese acto de forma notable. No sé si quiera meterme en dificultades, forjar lectores, pensar a futuro, etc. Más bien que no. Coincido en lo que decía sobre lo último. Pero quiero pisar suave en este terreno movedizo de las definiciones, comentarios, etc., así que esperemos, Pedro, meditemos y veamos qué contestar.
Gonzalo: gracias por andar siempre pendiente y ahora gracias también por pasar por el blog y sugerirlo. Voy a visitar el tuyo (tampoco sabía que tenías uno!!!).
Fabián: muy acertado tu comentario último. Tenés toda la razón del mundo. Más para pensar. ¡Y me alegro mucho que te haya gustado ese relato!!! Tengo bastantes de esas pequeñas anécdotas camperas. Poco a poco irán. Un abrazo, Archi!!!

Ramiro Sanchiz dijo...

El disfrute yo lo doy por descontado, si no no escribiría. Ahora, una vez que escribo, entiendo que el acto de hacerlo, de producir una "obra", digamos, lleva otras cosas aparejadas, entre ellas las del decálogo. No es al revés; o sea, no se trata de "opa, quiero crear lectores y armar quilombos, asi que me voy a dedicar a escritor"...

Eduardo Pérez Vázquez dijo...

Pedro, llego a este blog a través de Estuario Editora y de tu novela "Ya nadie vive..." que acabo de terminar de leer. Entiendo que muchos colegas, por esnobismo fundamentalmente, nieguen la existencia de una literatura uruguaya. Curiosamente yo tengo una estantería llena de libros de ficción narrativa de autores uruguayos. ¿Será que todo eso es una ilusión óptica? En otro orden de cosas, leí tu novela, la de Rosello y ahora estoy leyendo la de Santullo. ¿Tampoco es literatura uruguaya? Hace 15 años leí Zack, de Ana Solari, y todavía lo releo cuando tengo tiempo. Hace 29 años leí Las Orillas del Mundo de Anderssen Banchero, y cuando tengo tiempo lo releo. Hace un par de noches, en un interesante debate en Facebook, vi a la propia Solari decirle a Bleier que la excesiva teorización obtura la creatividad (Bleier, hidalgamente, le dio la razón).
Digamos que si no existe la literatura uruguaya, tendríamos que definir que es toda esa masa crítica de papel impreso (o ahora, en los últimos años, de papel virtual).
Sin querer polemizar con Ramiro Sanchiz, diría que en teoría cualquiera puede escribir un "pulp" pero que escribir un "pulp" no es para cualquiera.
Slds. E.

Pedro Peña dijo...

Eduardo: no puedo menos que agradecerte tu comentario, que creo acertado y en la línea de muchas cosas que me significan mucho pensamiento hoy en día. Sobre los comentarios de Solari, creo que sí, es verdad, en muchos casos es jodido constatar cómo la posible buena obra queda opacada tras un velo de seudoteorización entorpecedor. Ese velo suele ser explícito. Ese es el problema, que se hace explícito. Cosa distinta es el Dante o el Quijote, donde todo, absolutamente todas las lecturas anteriores y posibles postulados críticos (no es del todo apropiado hablar de esto en Dante, claro), quedan implícitas.
Te agradezco además la lectura de las novelas, tu tiempo destinado a eso, una generosidad!!!
Un abrazo,
P.