
Desperté a las seis y media de la mañana, solo, en la cabaña. El sol ya entraba por las aberturas de madera y un trino de pájaros hermoso e indefinible se encargaba de borronear los rastros de un sueño un tanto extraño. En el sueño, mi madre me hablaba acerca de la abuela, de lo mal que la estaba pasando y de algunas cosas de mi hermano. Lo llamativo era que lo hacía en inglés, lo que redundó en que en determinado momento yo me diera cuenta de que aquello no podía ni debía ser otra cosa que un sueño.
Ya escribía en aquel momento. Creo que escribía desde fines de 1994 o algo así. Me acuerdo que, estando en Uruguay, todos los viernes compraba el Cultural y cada tanto me sorprendía con la noticia de un escritor jovencísimo, uruguayo, que publicaba con total éxito de crítica sus dos primeras novelas. Yo, en cambio, escribía, pero no era escritor. Y quería con toda mi alma serlo, por lo que le profesaba una espantosa envidia a este joven talento que aparecía tan seguido en las páginas especializadas y que además era algo así como un rebelde o una oveja negra. ¡Vaya con las maromas de la vida! Ahora, que se supone que soy eso que quería, lo único que me gustaría hacer cada tanto, tal vez sólo media hora al día, es escribir… Y creo que este muchacho ya ni siquiera escribe… en fin…
El nombre de la cabaña era Mc Keag´s . A veces me tocaba en Mc Keaney´s. A veces Sussex o alguna otra, pero siempre hacia el lado sureste de la isla de Copeland, donde estaba el campamento.
Tomé una toalla, encendí el walkman y me puse los auriculares. Me calcé mis sandalias y salí al camino, es decir, a la delgada trocha que se abría entre la densa vegetación del monte canadiense y que comunicaba todas las veinte cabañas con la zona del campus central, también llamada pradera, y en la que señoreaba una bandera roja y blanca con una hoja de arce en el centro y ante la cual cantábamos, todas las mañanas, el correspondiente himno: “Oh Canada, our home and native land…”, un himno mucho más lindo que el uruguayo, entre otras cosas porque nunca habla de morir e incluso contempla un lugar entre sus versos para la palabra “love”.
Pero aquel día era el domingo de descanso. Descansábamos un sábado y un domingo cada quince días. La noche anterior la mayoría de mis compañeros que habían decidido permanecer en la isla en vez de volver a Winnipeg, se habían quedado hasta tarde en una fiesta de comida, baile y algo de alcohol, de suerte que ahora dormían con sueño pesado, incluso hasta el mediodía. Yo había regresado a la cabaña temprano, tal vez a las doce, había tomado la cajilla de cigarros y había decidido que fumaría a como diera lugar. Tenía que ser cuidadoso en extremo pues se trataba de una “non smoking island”. La maniobra podía depararme un muy indecoroso regreso a mi país. Había fumado cerca de Lone Pine, el lugar al que además me gustaba ir todas las mañanas a rezar un par de oraciones por un chico fallecido pocos días antes de que yo emprendiera el viaje y a quien conocí muy bien en campamentos de este otro lado del Ecuador.
Ahora volvía a Lone Pine y estiraba los brazos y las piernas en un ejercicio rutinario. Estaba tranquilo, expectante. Recé. Después caminé doscientos metros hasta el Polar Bear Club, subí al muelle de madera, observé el agua y salté.
El agua, a pesar de ser verano (un verano muy especial el canadiense, aclaro… nunca más de veintidós grados, el mediodía y al sol y con todo a favor…), estaba congelada. Escuché ruido del otro lado de la playa. Poco después se asomaron dos cuerpos desnudos, blanquísimos y de incipiente redondez que me saludaban agitando las manos. Se trataba de mi buena compañera B. y de mi buen amigo BJS. Habían pasado juntos la noche en alguna de las cabañas libres y ahora recomponían fuerzas de ese modo tan inusual. Les correspondí el saludo y volví a subir al muelle por la escalera. Me sequé rápido y volví a la cabaña. Después de un rato decidí que mi día de descanso iba a completarse en una isla próxima. Pasé por la cocina y apronté el mate. Me equipé con frutas de la cámara de frío y un par de latas de pescado. Pedí permiso para tomar una de las cincuenta canoas disponibles, me calcé el chaleco, cargué sobre mis hombros la canoa de fibra de vidrio desde el depósito hasta la orilla, la deposité en el agua, me arrodillé al medio de la embarcación tratando de guardar bien el equilibrio y remé hacia el norte. Remaba un minuto de cada lado, sosteniendo a veces el remo a forma de timón, para no ladearme demasiado a uno de los costados. Frente a mí estaba la isla de las águilas calvas. Mientras no hubiera osos en los alrededores, estaba de parabienes.