miércoles, 30 de julio de 2014

EL PROBLEMA DE LA EVALUACIÓN DE LOS ESTUDIANTES


 Llegado el momento, todo estudiante debe probar que sabe algo. Para ello se han diseñado distintas formas de evaluación que generalmente responden a diversas concepciones del conocimiento, de los saberes, de lo que debe o no ser transmitido y de cómo ha de ser transmitido.
  Pero antes deberíamos plantearnos algunas preguntas.
  ¿Qué es lo que debe ser considerado “conocimiento”?
  ¿Por qué esas cosas lo son y otras no?
  ¿Con qué lógica se eligen esos contenidos y no otros?
  ¿Quiénes son las personas que seleccionan lo que debería transmitirse y lo que no?
  Los estudiantes, ¿consideran relevante lo que reciben en sus horas de estudio?
  ¿Importa, acaso, lo que los estudiantes consideren relevante?
  Y podríamos seguir con una larga lista de preguntas ante las que todos los profesionales de la educación deberían meditar. Preguntas que deberían, además, ser de interés de las familias de los estudiantes.
  Una vez sensibilizados con ellas, iremos entonces hacia el tema de la evaluación. Pertenezco a una generación de estudiantes –aquellos que cursamos la secundaria a fines de la década de los ochenta y a principios de la de los noventa –, en la que la palabra examen tenía un significado muy perentorio. Éramos capaces de pasarnos nuestras buenas ocho horas al día, desde un mes antes, estudiando para el periodo de exámenes obligatorios, que serían como máximo cinco, pues, si habíamos hecho bien las cosas (lo que no siempre ocurría, al menos en mi caso), podíamos exonerar las cinco o seis materias restantes.
  La lógica del examen era bastante sencilla: uno debía estudiar lo que el profesor había dictado en clase, de preferencia con sus propias palabras (las del profesor), y vomitarlo sin digerir de acuerdo a una serie de bolillas que se sacaban de un bolillero. El desempeño excelente radicaba en poder repetirle al profesor lo mismo que él había dicho una vez. Una experiencia que, con un poco de humor, y desde nuestra perspectiva actual, podríamos tildar de ridícula. Un hombre que se cree en poder de cierto conocimiento se lo entrega, cual objeto, a otro sujeto menor en edad y después le pide a éste que se lo devuelva, aunque él ya lo “tiene”… No resiste el más leve análisis.
  Pero hoy el asunto es un poco distinto. El estudiante de secundaria está inmerso en un proceso de evaluación permanente. Lo que es lo mismo que decir que siempre tiene los ojos de sus docentes puestos en su desempeño curricular  y en su forma de comportarse en clase frente a sus compañeros. Diagnósticos, escritos mensuales, pruebas sumativas, parciales de mitad de año, parciales de final de año, trabajos especiales y proyectos constituyen hoy la diversa fauna de criaturas encargadas de adormecer los sentidos críticos del estudiante y, sobre todo, de someterlo a un régimen donde el concepto clave es el control.

  Es muy difícil, entonces, que el estudiante se lance al mundo del conocimiento por puro gusto y por iniciativa propia. Y aun más difícil, por no decir imposible, que deje de lado el recurso de estudiar de memoria para suplantarlo por el del pensamiento creativo. Lo que termina sucediendo es lo de siempre: repetición de conceptos, ejercicios, teorías, etc., que al final no tienen nada que ver con el estudiante. Esos conceptos, ejercicios y teorías pasan por su cabeza como podría pasar un soplo de aire por un tubo de plástico. Nada cambia de estado y concluimos en que, como no se pueden evaluar más que cierto grado de conocimientos concretos, todo lo demás es irrelevante, prescindible. Y en ese “todo lo demás” que el sistema educativo no valora se meten, usualmente, la imaginación, la capacidad creativa, el pensamiento verdaderamente crítico del estudiante y la generación de un conocimiento propio que, como es nuevo, tampoco es “medible”. 

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