sábado, 6 de noviembre de 2010

MEMORIA (I)


Recuerdo un cochecito de bebé dando vuelta la esquina de Treinta y Tres y 18 de julio. Ese es mi primer recuerdo. El bebé soy yo y jamás podría decir por qué ese es mi primer recuerdo o por qué mi madre tira del coche. Alguien se para y conversa algo con ella. La vista se me cierra y podría imaginar lo que viene después, pero jamás recordarlo y mucho menos comprenderlo. He aquí la tragedia del tiempo. El tiempo y la memoria son como dos placas de piedra que se frotan. Pero la piedra del tiempo es más dura porque hace más tiempo que está en el mundo. La piedra de la memoria es frágil como un caracol con el caparazón partido por el pie descalzo de un niño que recién empieza a caminar. Y un niño que recién empieza a caminar es tan frágil como el aire tibio de una tarde silenciosa. Sin embargo nada de esto le ocurre al tiempo. Nada de nada le ocurre al tiempo, está allí para ser él el que ocurra. Se para en la memoria y le dice ilusa, sigue intentando, si quieres, tu ilusión.

Aquel niño fue bueno, creo. Es decir, el niño que fui. Es decir, debió haber sido bueno para sobrevivir a la niñez, en el supuesto caso de que la haya sobrevivido. Pero hay algo en ese niño, es decir, en aquel niño de hace treinta años, en aquella hermosa bolita de carne con patitas lisas de piel tirante, hay algo allí que no reconozco. Miro la foto de mi propio ser cuando tenía tres, cuatro años, cinco años… Mis mezquindades estaban allí desde entonces, ocultas, en potencia, escondidas tras esa sonrisa de torta de cumpleaños, de piñata, de bicicleta traída por los reyes. Mis mezquindades actuales y las otras. Las que fui perdiendo y las que fui ganando. Esa cabeza era como un nido que empollaba algo que ahora es y algo que ya ha sido. Ignorándolo, claro, porque aquel niño de la foto, aquel otro yo que desconozco, tiene tres, cuatro o cinco años y no sabe lo malo que es crecer y la malo que puede ponerse el mundo y después lo bueno y otra vez lo malo y más allá lo bueno, otra vez, a la vuelta de la esquina. De otra esquina, claro, no de aquella de mi primer recuerdo. De otra. Ni mejor ni peor. De otra.

Recuerdo que una vez aquel niño trepó por las canteras del Parque Rodó con su madre y con su abuela. Habían ido al médico porque… sería largo de contar… pero contémoslo entonces, pues; las cosas largas a veces son las mejores para contar. A su abuela la había picado un bicho hacía tiempo. Qué bicho, nunca se supo, aunque todo el mundo asumía que había sido una araña. La infección se iba y volvía, se iba y volvía, hacia atrás y hacia delante, como una hamaca en un cuento de ciencia ficción. El médico quedaba lejos, muy lejos de aquel remoto paraje de Tranqueras Coloradas, en San José, pasando Raigón. El médico quedaba en una inmensidad inabarcable de espacio que se llamaba Montevideo. Hacia allí fueron y el niño jugó y no corrió porque no lo dejaban correr por aquellas calles, pero sí trepó por la ladera de pasto y tomó una piedra del tamaño de un pie de bebé y la arrojó hacia abajo y vio cómo iba a dar a la cabeza de su abuela. Y después el niño fue zurrado como pocas veces por sus mayores y vio sorprendido cómo se secaba el chorro de sangre en el pelo de su abuela y lloró y sintió culpa. Y la culpa no lo ha abandonado desde entonces, porque aquella vez fue la primera vez que la sintió, y cuando la culpa se siente por primera vez, se siente para toda la vida. Sin embargo otros dirán que eso es relativo. Pero como aquí no estamos para hablar de otros…

Hay una escena rara en la vida de ese niño que fui: se lo puede ver con una remera roja que le hace panza, los cachetes redondos y plegados en una sonrisa liviana. Tiene pantalones negros y medias negras y alpargatas de su tamaño, pero alpargatas feas, con cordón, porque si no las pierde, y debe bailar en alguna fiesta escolar al compás de alguna canción típica. O tal vez sea lancero de una batalla de otro tiempo, un lancero de Artigas, o un negro que toca el tambor o que pasea una negra, tal vez un héroe feliz, tal vez un gaucho. Algo fue ese niño pero no lo recuerdo. Entonces pienso algo que más o menos tiene la siguiente forma: ¿cómo es que he sido y no sé lo que he sido? Dirán los detractores, o sea yo mismo, que esa es la ley de la existencia, es decir, desconocerse de una vez y para siempre, perderse en la memoria y a pesar de la memoria, deshilacharse poquito a poco siendo que es uno mismo quien tira de la hebra, dejar escapar el hilo de la cometa para que se vaya lejos, lejos, lejos. Mi memoria se fue lejos, lejos, lejos. A un lugar al que no se llega y del que tampoco puede volverse.

2 comentarios:

Unknown dijo...

Creo que yo era un niño bastante bueno también. Me acuerdo alguna macana también o, mejor dicho, de la sensación que siguió a la macana. Tenía pelo, mucho pelo lacio.
He dejado crecer los agujeros de mi ser. El tema del libre albedrío lo hace equivocarse a uno. Lo peor es cuando el error consiste en mantener algún rasgo de aquel niño inocente, como por ejemplo decir espontáneamente lo que uno piensa...
Me gustó mucho la prosa, el lugar a donde lleva.
Abrazo grande

Pedro Peña dijo...

Muchas gracias por tu comentario, Nacho.
Es un texto exclusivamente desde la emoción.
Un abrazo