sábado, 21 de agosto de 2010

EL DIOS VERDE (lo real maravilloso)


Ficción basada en sucesos de la realidad que me fueron referidos el año pasado por gente amiga de Ismael Cortinas. Cada vez que hay un muerto en la villa, los viejos tiemblan y se miran con angustia. A ellos va dedicado este post.

Todavía funcionaba el tren. Vagones viejos, sí, pero andaban. A su paso los rieles temblaban, los pájaros huían, los árboles se cimbraban y hasta era posible, en ciertas épocas más que en otras, que algunos hombres se arrojaran a sus miriñaques y salieran aliviados y por la puerta de atrás de este valle de lágrimas en el que se ha convertido el mundo en los últimos mil o dos mil años. Yo había escuchado acerca del Dios Verde desde que era niño. El asunto no aparecía muy claro pero algunas cosas se sabían y las que no se inventaban. Entre unas y otras aparecían varias muy llamativas: el Dios Verde tiene una capa de hojas de plátano que no le deja pasar la lluvia, el Dios Verde tiene una barba de medio metro, las orejas del Dios Verde escuchan mejor cuando está dormido, al Dios Verde hay que hacerle una ermita en cada pueblo por el que pasa, si no se la hacen no llueve más nunca, si no se la hacen llueve al momento de madurar el trigo y el grano se pudre, si al Dios Verde le viene tos hay que darle un litro de espinillar y dejarlo solo en una habitación sin ventanas a la calle, en una habitación sin ventanas y con un perro, en una habitación con las ventanas cerradas y con un gato, si el Dios Verde te mira a los ojos sabe cuándo fue la última vez que hiciste algo malo y le dice a Dios, es decir, al otro Dios, si el Dios Verde toca a una mujer virgen que se haya desarrollado la deja embarazada, si la mira fuerte la embaraza igual, si quiere puede parar la tormenta y dejarla perchada en el horizonte hasta que el ganado se acomode en los montes, si el Dios Verde quiere comer hay que llevarle huevos de toro recién capado, apenas cocinados en brasas y pasados por salitre, nunca dejen a una mujer sola con el Dios Verde.
Todas estas cosas tan difíciles de congeniar con el sentido común se decían acerca de este hombre fabuloso que ya debía andar por los cien años, poco más o menos. Pero nunca había estado en Ismael Cortinas. El tren pasaba, claro, pero no era una de esas estaciones que invitaran al descenso, precisamente. Las plantas del Dios Verde aún no habían hollado nuestros verdes prados ni nuestras fangosas calles. Algunos en el pueblo lo habían visto en coincidentes viajes pero nunca se habían atrevido a hablarle ni siquiera para saludarlo. Yo creo que era el miedo y el desconocimiento, que al fin y al cabo vienen siendo cosas muy de suyo parecidas.
En una reunión de la Junta alguien dijo que sería bueno invitarlo a pasar unos días en el pueblo, que atraería mucha gente, que en Ombúes de Lavalle cada vez que va aprovechan para vender choripanes y tortas fritas y que nosotros podríamos hacer otro tanto, etcétera, etcétera. Enseguida alguien se opuso: que si viene vamos a tener que hacerle una ermita, que si no se la hacemos nunca más esto, nunca más lo otro, que apróntense para tantas y cuantas mujeres embarazadas sin saber por qué, niños sin padres y tantos otros barbarismos inexplicables. Hasta que por fin primó la cordura y el Secretario de la Junta, que venía de Trinidad -una ciudad- y por tanto se había fraguado mejor en los calores políticos, propuso que la próxima vez que alguien lo viera en el tren no dudara en invitarlo a bajar y a quedarse en su casa con todos los gastos pagos, gastos que después le serían reembolsados por la municipalidad.
Una fría mañana de julio se operó el milagro. Los que allí estaban, curioseando, pudieron ver la imponente figura de un hombre escondido tras una capa de un verde raído ya casi marrón. Varios crucifijos colgaban de su cuello sin llamar la atención, y otros tantos bártulos tintineaban en sus bolsillos componiendo una serie de figuras auditivas similares al paso de una tropa que llevase varias vacas con cencerros. El hombre, que a decir verdad adjetivarle de imponente sería, ahora que lo veo, tal vez una exageración, no medía más de metro sesenta, no era robusto y no aparentaba tener fuertes miembros. Si alguna vez había trabajado en la tala de montes, como llegó a decirse, eso habría sido hacía tiempo, y justamente el tiempo había provocado el desgaste de sus otrora musculosos miembros, de suerte que lo que los habitantes de la Villa vieron aquella mañana no era ni por asomo lo que se habían imaginado.
El Dios Verde, ante la sorpresa del público, habló en un castellano típicamente deformado por los usos de estas regiones, es decir, como cualquiera de nosotros, con una voz que, además, no se destacaba por nada. Digamos entonces que, salvo por la capa, que descollaba más por la mugre que por su verdor, aquel hombre no era más que eso, un hombre, e incluso menos a juzgar por su debilidad manifiesta a la hora de caminar, y ciertamente incapaz no ya de embarazar alguna mujer sino incluso de demostrar un mínimo interés en tales menesteres. Pidió hablar con la autoridad y todos quedaron en blanco hasta que a alguien se le ocurrió llevarlo hasta la Junta y presentarlo al Secretario, que, como había venido de Trinidad, tal vez fuera el único que podría actuar con entusiasmo ante la decadencia de las expectativas forjadas de antemano.
No hay palabras para declarar la perplejidad reflejada en la cara del Secretario. A la sorpresa habría que agregarle la mala noche que el funcionario confesó haber tenido horas antes y que lo condicionó a cierta estupidez a la hora de hablar, más bien balbucear, delante del enviado divino.
Nadie supo qué habían hablado el Dios Verde y el Secretario de la Junta. Este último, aduciendo un supuesto pedido de reserva del anciano, se excusó ante todos y personalmente lo condujo hasta el cementerio, donde lo dejó. Nadie, a no ser el empleado del municipio que por las tardes se encargaba de abrir y cerrar la reja, vio en más al viejo. Según el relato de este hombre el Dios Verde se paseó por todas y cada una de las tumbas, miró y remiró los nombres y las fechas, como si sólo le importara de Ismael Cortinas lo que ya no estaba vivo, ese otro mundo de cosas que fueron y dejaron de ser, y según dicen eso es lo que les pasa a los viejos, que suelen tener más que decir de las cosas que ya no están que de las que aún pueden verse, olerse o tocarse. Llegó la hora de trancar el cementerio y el hombre lo hizo como siempre lo había hecho: rápido y pensando en irse a su rancho a tomar mate con la mujer. El Dios Verde no se veía por ningún lado. De seguro estaría detrás de alguno de los pinos, pero él tenía que irse y el Secretario le había dicho que lo dejara disponer según su antojo.
Era la noche más corta del año: víspera de San Juan. Varios vecinos se juntaron en el centro de la villa y encendieron una fogata que entonces les pareció por cierto regia y apropiada. Alguien no demoró en aparecer con una damajuana de vino casero y jarros de vidrio craquelado. Otros surgieron de galpones, casas y salones con chorizos secos, longanizas, salchichones, quesos de chancho, patés de hígado, y se pusieron a charlar sobre las carneadas o a dar voces sobre la mala campaña de Arroyo Grande en el campeonato de la capital o a quejarse del abigeato nocturno. En aquel jolgorio nadie recordaba que a quinientos metros de allí, en el cementerio, un hombre estaba encerrado con los muertos…
Al otro día el Dios Verde había desaparecido. Colgada de una rama de pino había quedado la raída capa, único vestigio de su paso por el pueblo. Varias tumbas habían sido abiertas y después vueltas a cerrar. Esa mañana Eleomar Pérez, a quien años después llamarían Lito Pérez, se levantó de su cama de colchón de paja y miró a su madre y le dijo algo que el tiempo probó como una gran verdad: “en este pueblo en cuanto muera uno mueren tres”. Y esas fueron, a los siete años, las primeras palabras que dijo en su vida.
Desde entonces, no bien muere alguien en la villa, el resto de los habitantes comienzan a mirarse por el rabillo del ojo, desconfiados, y los hijos culpables corren a ver a sus ancianos padres, por las dudas…



Nota: la foto - de muy mala calidad- que acompaña este post es de una de las varias esculturas que se han hecho en homenaje al Dios Verde a lo largo de su recorrido por la zona centro-de nuestro país. En este caso se trata de una talla en el tronco de un árbol.

5 comentarios:

Unknown dijo...

Me gustó mucho.

Pedro Peña dijo...

Gracias IFdeP. Usté es un amigo (pero no el sábado por la mañana!!!)

Róger E. Antón Fabián dijo...

Pedro,

Un abrazo

Róger E. Antón Fabián

Pedro Peña dijo...

Roger!!! Amigazo peruano!!!

Un gran abrazo a vos!!!

Germán dijo...

Hacía tiempo que quería encontrar alguna información acerca del Dios Verde, inquietud surgida a raíz de la canción de Zitarrosa "Por los médanos blancos". La poca que tenía no era más que una borrosa descripción del personaje por algún comentario familiar.
Gracias por tu relato sobre el Dios Verde. Lo disfruté mucho. Germán